lunes, 22 de septiembre de 2008

Un Soldi y un par de remeras de Ferro firmadas

Cuando mamá empezó a hablar del Kodzitche nadie le dio mucha bola. En casa ya nos habíamos desilusionado tanto y tantas veces éramos totalmente escépticos ante cualquier vaticinio que prometiese cambiar nuestras vidas.
Papá había tenido toda una vida de mates lavados a las cinco de la mañana y sábados laborales esperando pegar “el gran salto” en Ferroviarios que nunca llegaría. Si bien tuvo un que otro momento de gloria cuando cobraba bien e incluso tenía gente a su cargo, la interna del gremio había terminado condenándolo con un despido sin causa y ni hablar de algún tipo de indemnización.
Otro episodio que nos marcó fue el tema del Soldi. Recuerdo con nitidez la muerte del abuelo Mauricio. Nadie se sorprendió ya que el viejo estaba pesando más de ciento diez kilos y venía muy mal desde hacía largo rato con internaciones periódicas y cirugías poco exitosas. A las duras penas lograba moverse y pese a las recomendaciones de los médicos fumaba como un animal. Los salamines funcionaban al mismo tiempo como su debilidad y veneno ya que la hipertensión le dejaba poco margen para esos gustos a los cuales no estaba dispuesto a dejar de lado.
Era un tipo de barrio con gustos clásicos: le gustaba el tango pero no lo suficiente como para hacer gala de ello y era bastante hincha de Ferro. Digo bastante porque si bien veía todos los partidos las derrotas las tomaba con una sonrisa. Dos hechos puntuales ilustran esta tendencia: no lo conmovió demasiado el descenso y el campeonato no lo festejó más que cuando ganaba una partida de billar con sus amigos los lunes a la tarde.
El abuelo hablaba seguido del Soldi que tenía en el living. No es que se la pasara hablando de eso pero sí lo hacía cada tanto prometiéndonos que ese sería el legado que habría de dar en herencia a mi padre y a mi tío. Nunca había explicado el origen de aquél cuadro y siempre nos había parecido ridículo que el abuelo pudiese tener un ejemplar de estas características. Era un tipo difícil de dejar de asociar con el bar o el club de bochas. Nunca se lo había visto visitando una galería de arte y tampoco tenía amigos que le fuesen a regalar una obra de este estilo.
Una tarde de primavera el abuelo nos mostró a mi primo y a mí, que por ese entonces tendríamos alrededor de siete años, el dorso del cuadro señalándonos que lo había forrado con un papel especial traído de Europa para que no se deteriorasen los bordes y así la obra permanecería intacta para las futuras generaciones.
Cuando pasaron las semanas de luto y llanto tras su anunciada muerte, toda la atención recayó sobre el Soldi. El abuelo Mauricio no había dejado mucho más, tan sólo un par de remeras de Ferro firmadas por los jugadores fruto de su buena relación con la muchachada de la comisión directiva. Además había algunos muebles antiguos pero de esos que no tienen gran valor.
El cuadro que me había custodiado durante largas meriendas de chocolatada desde la pared del comedor de lo del abuelo estaba ahora en el piso de nuestra casa esperando para ser tasado. Nadie quería conservarlo y desaprovechar el momento en el cual se estaba pagando un fangote por los Soldi. Se trataba de la figura de un hombre con barba y traje. Estaba semisentado con una botella de vino sobre la mesa. No era un borracho, se trataba más bien de un hombre limpio y áspero que tomaba vino. Sin embargo, tampoco daba la idea de un tipo exitoso que disfruta una copita al anochecer. Tenía algo de dejadez en aquel rostro impoluto, había un asomo de derrota personal en esa boca violeta levemente inclinada hacia la izquierda.
Más de cincuenta pesos por esto no le puedo dar señor, dijo el tasador. Es una réplica, como las que venden en los museos para los turistas. Mi viejo no comió por una semana y por primera vez lo oí putear a mi abuelo. Mi hermana le sugirió que no era conveniente insultar a un muerto y papá la sacó a los ponchazos.
Por eso diez años después, cuando mamá empezó a hablar del Kodzitche nadie le llevó el apunte.
Papá no quería saber nada de llevarlo a un tasador, le parecía que esa escultura no era más que un cacho de plástico con una luz. Su grado de desconfianza había alcanzado niveles insospechados sobre todo desde que había invertido en el negocio de los granos y un temporal había echado a perder toda la cosecha. Desde entonces sostuvo que los tipos del servicio meteorológico eran una red mafiosa dispuesta a cagarle la vida a todos los que pudieran. Pese a su extremo desengaño, debo admitir que yo coincidía bastante con mi padre. El Kodzitche era, palabras más palabras menos, lo que él aseveraba: un palo alargado de plástico que se encastraba en una base negra. Cuando el interruptor se encendía, una luz verde que mutaba al rojo se adueñaba del centro del plástico y generaba un efecto visual interesante. Era agradable pero estaba lejos de parecer una obra de arte. De hecho toda la infancia junto a mi hermanita y el primo nos habíamos divertido con aquella escultura como si fuese un juguete más y era un milagro que no estuviese rota.
Mamá entonces no insistió más con el asunto por un par de meses hasta que de improviso, en una tarde de sábado con mucho frío nos avisó que cenaríamos todos juntos porque tenía un anuncio importante que comunicar. Mi hermana y yo nos sentamos temprano en la mesa y hacíamos tiempo picando un queso demasiado amarillo. El ambiente se empapaba del perfume de la batata cociéndose y de pollo bien adobado. Mamá tuvo que llamar a papá varias veces porque el viejo no quería salir del cuarto donde estaba encerrado haciendo cuentas. Finalmente lo fue a buscar y lo obligó a sentarse a comer el plato que toda la familia calificaba como la especialidad de mamá.
Mamá no se hizo rogar y largó todo el cuento. Había un coleccionista dispuesto a pagar sesenta mil dólares por la escultura. Era mucha plata, sobre todo en un momento en que la familia estaba con muchas deudas y la inflación volvía a acechar pegando sus cíclicos coletazos.
Papá había cambiado su gesto adusto, ahora estaba visiblemente excitado por la noticia y en medio de “¿estás segura Martita? y de ¿no me estarás haciendo una joda no mi amor?“nos contó la historia del Kodzitche.
Parece que cuando los viejos eran jóvenes, luego de la luna de miel pero antes de tenernos a nosotros eran de ir a muchos eventos sociales. Papá al principio picaba alto en ferroviarios y mamá era una bella y corajuda estudiante de odontología. En la residencia, Martita, como la llamaba su entorno, se había hecho muy amiga de una médica que asimismo era artista plástica y que comenzó a invitar a ella y a mi papá a opulentas fiestas en un hotel de la calle Florida. Eran encuentros de baile y comida para jóvenes empresarios, artistas y gente de la política. Papá comenzó a hacer migas con los dirigentes de la Confederación que luego lo traicionarían en el sindicato y mamá se movía bien en ese ambiente refinado, ya que si bien sus orígenes humildes la habían dotado de una gran simpleza, lo combinaba con modales de reina. Al parecer siempre se realizaban sorteos al final de cada fiesta y una vez le tocó a mi madre ser adjudicataria de una moderna heladera que donaba la gente de la cámara empresaria para hacer publicidad.
Resulta que en la semana, cuando mamá fue a retirar el premio se encontró con que se trataba de una heladera visiblemente usada y vetusta. Luego de una queja desganada, le dijeron que si no le gustaba podía elegir el Kodzitche que había sido donado por un coleccionista para el evento, pero que por un error logístico se habían olvidado de sortearlo. Como mamá ya tenía heladera y no necesitaba otra optó por el Kodzitche, le parecía algo moderno para poner el comedor y que le daría a la casa un aire nuevo. Permaneció en el comedor durante largos años hasta que nací yo y los viejos se mudaron a Caballito. Entonces lo relegaron a un cuarto de servicios que luego mutó en salón de juegos cuando nació mi hermanita y los primos venían a casa a jugar. EL Kodzitche pasó a convivir con playmóbiles, rompecabezas y canicas.
Al día siguiente de que mamá comunicó la noticia, papá se reunió con el tasador que era el mismo tipo que a la vez oficiaba de intermediario. La operación se hizo con rapidez. El Kodzitche se vendió al precio señalado, sesenta mil dólares limpios que papá metió en la cuenta.
Es cierto que nos dimos algunos gustos. Mamá contrató una señora para que la ayudara con las cosas de la casa y se anotó en un curso de danza. Mi hermana y yo recibimos ropa como nunca. Papá pasaba largas horas analizando qué inversiones realizar, se había curado de espanto después de su vieja apuesta con el tema de los granos así que no quería sorpresas.
Mientras veía si poner un comercio en el barrio o meterse en un fideicomiso inmobiliario metió el dinero en una cuenta con intereses altos.
Sin embargo, a las pocas semanas sobrevendría una corrida bancaria, congelamiento de depósitos y aquellos sesenta mil jugosos dólares se transformaron en bonos a veinte años que se terminaron regalando por el diez por ciento de su valor.

martes, 16 de septiembre de 2008

lunes, 1 de septiembre de 2008

De vascos, humedad y rodete


El sábado a la noche está demasiado húmedo. Es un invierno para chomba y la calle se encuentra muy transitada: gente que va al teatro, que se junta a comer y adolescentes que caminan rápido con botellas de cerveza en la mano.
Me tomo el colectivo y están todos los asientos ocupados. Soy el único que viaja parado y probablemente el único que no sepa adónde va. En realidad que no conoce a qué va. No saber por qué se toma un colectivo de línea el sábado a la noche ni por qué se está tan lejos de casa a los treinta años son cuestiones que lo llevan a uno a fruncir el ceño y a no apreciar la hermosura de una joven que se acaba de subir. Por arte de magia se liberan dos asientos cerca de mi izquierda. La bella joven se sienta y yo hago lo mismo.
Ella recuesta su cabeza sobre el vidrio empañado y deja ver su perfil, tiene una nariz perfecta cercada por una constelación de lunares y una boca suave, mechones de pelo le tapan la oreja pero dejan entrever un aro. Escucho como de sus labios se desprende un susurro de canción.
Me gustaría tener idea de hacia adónde voy, como sí sabe la señora con la torta entre los brazos de la primera fila, como los tres chicos que gritan en la parte de atrás del colectivo, como la pareja que no se habla pero se da la mano en el asiento de enfrente.
Lo de siempre cuando me mandan a trabajar: un viaje desde el interior, una dirección, una persona de apellido vasco, reunirse en algún momento del fin de semana siempre que sea de noche, hacer tiempo durante el día, algunos llamados, leer los diarios y elegir algún momento para la reunión. Una persona que uno no conoce ni volverá a ver, un mensaje cifrado que no se entiende y que hay que mandar por correo. Entonces emprender el viaje de regreso y permanecer quieto hasta nuevo aviso.
La joven se mueve y su mano derecha acaricia mi rodilla. O más bien la roza accidentalmente, no es posible que la esté acariciando. Pero intuyo su mirada fija en mi rostro. Siento los músculos de mi cara muy tensos y trato de relajarlos porque tengo miedo de poner una mueca inapropiada. No soporto que me observe así, me sigue clavando la mirada. De repente posa su mano sobre mi pierna y la acaricia, ahora no hay dudas.
Bajo en la siguiente, ¿venís? me pregunta con un hilo de voz.
Tengo toda la noche para reunirme con quien no conozco y hacer mi trabajo. No puedo rechazar esta oferta. Baja del colectivo y la sigo. Caminamos tres cuadras, la joven lo hace ligeramente más adelante, puedo ver sus caderas y piernas moviéndose con la sutileza de la marea, va rápido, casi debo hacer trotar mis descuidados noventa kilos para seguirle el ritmo.
Llegamos a una estación de tren. Por primera desde que descendimos del colectivo se da vuelta y me mira. Es peligroso venir a estos baños sóla, afirma. Me pregunto de qué diablos está hablando. Se da vuelta y camina con vehemencia hacia la izquierda del andén. Caigo en al cuenta de que hay un baño allí. Antes de entrar me grita:¡esperáme acá!
Me quedo parado sin saber muy bien qué hacer. El olor a pis es penetrante, miro hacia los costados. Contra la pared duermen dos linyeras tapados con una sábana rosa, al lado y de espaldas hay un hombre en silla de ruedas con la cabeza deforme. Por último hay una anciana loca apoyada contra la pared. Repite una y otra vez en voz alta “aluvión sin cesar”
Empiezo a tener miedo. Me dan ganas de irme. Efectivamente estos baños deben ser peligrosos. Por otro lado yo no tengo ninguna razón para estar allí, hasta preferiría estar sentado cómodamente en un colectivo yendo hacia ninguna parte antes que esta inmunda estación y estos nauseabundos baños. Aguardo largos minutos y la joven no sale del baño, sí lo hace un perro sucio y enfermo. ¿ será esto un asalto? ¿ me habrá seducido la muchacha para dejarme ahí tirado a la espera indefensa de un comando criminal caníbal?
Mis fantasías de muerte cercana se interrumpen por una voz a mis espaldas. Perdón por tardar tanto, escucho que dice. Es la joven hermosa y está todavía más linda con el cabello todo mojado. Se ha hecho un rodete con una birome. Tenía que lavarme el pelo, afirma con graciosa seriedad.
Yo asiento con la cabeza y murmuro algo como que es razonable lavarse el pelo sucio. Ella se acerca, me da un beso congelado en el cachete y emprende una caminata rápida hacia la derecha de los andenes. Unos segundos después ya desapareció. De mis ojos y de mi vida.
Quizás ya no sea necesario encontrarme con una persona de apellido vasco y recibir un mensaje criptado.