lunes, 27 de octubre de 2008

De Vuelta

Con frecuencia ocurre que los hechos sacan varios cuerpos de ventaja sobre las explicaciones. Lo fáctico se planta con firmeza monárquica sólo dejando lugar a desfasadas interpretaciones.
El sol se mete por la ventana del micro y declara una lucha sin cuartel contra mi ojo derecho todo encompotado por tanto tiempo de estar apoyado contra el vidrio. Hace calor y la llegada a la terminal se retrasa por un par de semáforos mal sincronizados. En condiciones normales no anhelaría que el micro termine su recorrido. Tener que bajar, afrontar la mañana del domingo sin dormir y verme obligado a atravesar toda la ciudad hasta llegar a la cama. Mucho mejor sería atornillarse al asiento del micro y dormir sin soñar. Sin embargo, en el asiento de atrás hay un nene jugando frenéticamente con un celular que hace un ruido agudo insoportable capaz de desequilibrar a un “dream team” entero de faquires, budistas zen y profetas mesiánicos. Me quiero bajar como sea.

Probablemente fui a buscarla con la esperanza de traerla conmigo. ¡Ah sí! qué más linda historia que la de un amor a distancia, siempre a punto de consumarse como un vino francés que constantemente está descorchándose pero que rehuye a ser saboreado.
Ella prefirió quedarse, estudia para maestra jardinera en un el instituto del pueblo y por ahora no se anima a venir a la Capital. Me escribió una carta donde cita un fragmento trilladísimo de Rayuela. Lo leo una y otra vez durante el viaje, contra todos los pronósticos, logro emocionarme un poco.

¿Y si juego a ser escritor? Siempre soñé con escribir un libro y siempre quise tener que viajar por trabajo. Qué bien que suena la frase completa: “viajo por trabajo”. Es una novela corta, algo pretenciosa por haber estado leyendo César Aira pero trato de mecharle otras influencias para descontracturar: Dolina, Fontanarrosa, Fabián Casas. Transcurre en un caserío agrícola en el centro del país. En la entrada hay uno de esos carteles verdes con letras blancas que instalan a los costados de la ruta. Éste comunica al lector que está parado exactamente en la mitad del país. En realidad el punto medio cambió tras la entrega de unos hielos que corrieron el centro unos setenta y cinco kilómetros más arriba recayendo en el pantano de Azul. Se trata de una zona donde hasta el momento es imposible levantar viviendas y por lo tanto nadie ha venido a discutirle al pueblo de mi relato el privilegio de ser el centro exacto del Estado.
Una semana allí es suficiente para empaparme de la atmósfera del lugar y para empaparme, parece ser que el pueblito también se caracteriza por estar instalado en una especie de microclima de eterna lluvia (finita). Como no viajé con más que dos juegos de ropa, permanezco todo la semana mojado lo que va alterando paulatinamente mi sensibilidad hasta transformarme en un ser de corazón acuoso.

Pero para qué andarse con tantas vueltas. Lo cierto es que me mandaron de regreso a la ciudad al terminarse de confirmar que la investigación no prosperaría. Ahora que el fracaso es rotundo no tengo problemas en contarlo.
El dato lo veníamos manejando desde aquel viaje por Centroamérica del año 79 cuando estuvimos en contacto con pueblos andinos que nos confirmaron los milagros de la quinina, una planta con propiedades que combaten la malaria, el paludismo y sobre todo con la capacidad de prolongar sustancialmente la vida de quienes rodea. Esto último era lo que nos interesaba.
El caso paradigmático lo constituía un pueblo entre montañas a 200 kilómetros de Guayaquil donde la quinina crece espontáneamente y los campesinos llegan con holgura hasta los ciento quince años de edad con una vitalidad asombrosa.
En el instituto habíamos desarrollado varios proyectos y sólo nos faltaba dar con el lugar exacto del país donde se reprodujeran las condiciones climatológicas exactas para el desarrollo de la quinina.
Con ese fin se habían instalado varias pruebas piloto en cuatro provincias y me habían nombrado a cargo de una de ellas que era la más cercana a la Capital. A pesar de todos los sacrificios la quinina se había resistido a crecer, el nuevo director del instituto decidió apostar por proyectos menos atractivos pero más concretos, y sobre todo nuestro ánimo cayó por debajo del que uno precisa para convencer a los funcionarios de que lo que uno hace es interesante y puede servirle al país. El retorno a casa resultó inevitable.

Lo que sí es evitable es que un nene siga dándole duro y parejo al jueguito de un celular histérico, que haga tanto ruido y que me duela tanto la cabeza. Una fiesta en una quinta en las afueras obliga a un regreso depresivo. La culpa la tiene ese último vaso que me sirvieron. La culpa de todo la tiene siempre ese último vaso que nos sirven. Son inútiles los esfuerzos que uno ponga en trasladar esa responsabilidad a la quinina, a César Aira o a la novia que decide quedarse.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Persona que ilumina




Gracias al Pollo por su aporte a este humilde espacio

domingo, 5 de octubre de 2008

Ambar


Desde el resultado del estudio la mamá de Jonás se la pasaba llorando. Sostenía que era injusto, los buenos cristianos no merecían semejantes castigos, a ella le dolía el cuerpo de tanto trabajar y amaba a su familia, en cambio los chorros... y torciendo la mirada dejaba la frase inconclusa porque sabía que todos entendían, que no tenía sentido completar la oración.
Para Jonás, en cambio, las cosas continuaban mas o menos parecidas. La diferencia más importante era que los martes y viernes en vez de ir a educación física tenía que ir al consultorio a realizar el tratamiento. Las tardes de deporte en el colegio eran más bien un escarmiento así que faltar y con justificación médica le parecía genial. Odiaba el fútbol y los compañeros lo cargaban. En el mejor de los casos lo mandaban al arco. Jonás les explicaba que prefería jugar de defensor porque tenía miedo de atajar la pelota pero no le hacían caso. Jugando en la defensa lograba hacerse el distraído y entrar en contacto con el partido lo menos posible, aparte cuando atacaba su equipo podía quedarse parado disfrutando del sol en la cara o recortando las formas de las nubes. De todas maneras, casi siempre terminaba en el arco y cuando lo llenaban de goles (que era lo más usual) le decían marica y otras cosas mucho peores.
La médica a cargo del tratamiento era una señora gorda muy agradable. Para colocarle el láser a la altura de la frente lo tomaba con firmes brazos rodeando su cabeza que quedaba apoyada sobre el delantal frío que vestía la médica generándole un gran placer. El ambiente se cargaba de un poderoso ámbar polar que lo adormecía. Cuando la doctora terminaba con el asunto, ya no le quedaban demasiadas fuerzas y dormía en la camilla hasta la noche cuando la mamá pasaba a buscarlo y se tomaban el colectivo regreso a casa.
A pesar de los lamentos familiares y las miradas piadosas de los vecinos Jonás no se sentía tan mal, quizás sí algo cansado físicamente pero nada que no pudiera arreglar yéndose a dormir temprano o haciendo la siesta después del almuerzo en lo de la abuela. Las notas en la escuela comenzaron a mejorar, los profesores estaban obligados a sentirse conmovidos por la situación así que le agregaban varios puntos en las pruebas y solían ser muy compasivos con sus trabajos prácticos. Esto llevó a que los compañeros que ya lo tenían entre ojos por los flojos desempeños futbolísticos se decidieran a que sienta el rigor de un curso enojado y se organizaran emprendiendo una cruzada para hacerle pasar malos ratos. Encontrar bichos muertos en la mochila se convirtió en costumbre, sus almuerzos comenzaron a desaparecer y la cartuchera se llenaba de tiza picada que lo hacía estornudar y toser hasta el cansancio
Fue entonces cuando Ana que era una silenciosa compañera de curso se acercó para hablarle. Al principio le hacía muchas preguntas específicas sobre la enfermedad y usaba palabras médicas que él no entendía. Le contó que su mamá trabajaba en un hospital de enfermera y que ella también guardaba ese sueño para cuando fuera grande. Esas preguntas incómodas de los inicios después se transformaron en largas conversaciones en los recreos y a la salida del colegio.
Salvo los días que tenía tratamiento y que por eso lo pasaba a buscar la mamá, se volvían caminando juntos y muchas veces terminaban alterando el recorrido, yéndose para el lado de la vieja estación. Entre las vías muertas se sentaban en los durmientes a comer golosinas y hacían competencias de lanzamiento de piedras, en general las ganaba él pero después la médica le recomendó que no hiciera grandes esfuerzos así que dejaron de jugar.
Un día de llovizna tibia se adentraron en el sendero de las vías muertas, se hicieron paso entre las plantas que crecían deformes complicando el paso y caminaron sin parar. Pasó más de una hora y seguían caminando. La lluvia y la vegetación se iban adueñando de aquellos cuerpos sucios y transpirados que no podían más que seguir la marcha, el piso se volvía pedregoso y dibujaba una pronunciada cuesta que hacía doler las piernas. Pasaron varios minutos hasta que la superficie se volvió a aplanar y emergió ante ellos un gigante vagón de tren.
Estaba adornado con serpenteantes trazos de pintura en varios colores. Por dentro se mantenía muy conservado y especialmente limpio. Ana dijo que el vagón parecía absorto en el tiempo. Jonás no entendía muy bien que significaba eso del tren absorto pero por alguna razón, la frase le dio coraje para darle la mano y ella no opuso resistencia. Entraron y se recostaron en uno de los asientos. Era de cuero verde y estaba frío. Ana se sacó la campera y los tapó apoyando luego la cabeza en el hombro de Jonás. El pudo sentir como la respiración de la niña se iba aquietando hundiéndola en el mundo de los sueños.
Fue Ana quien le enseñó a jugar al elástico. Ella era la mejor jugadora que había visto en su vida. Pasaba todos los niveles sin la mínima equivocación llegando hasta el tercer mundo en menos de veinte minutos. Solían ir a su casa donde ponían el elástico entre dos sillas y pasaban horas hasta que les agarraba sed y corrían hasta la cocina a tomar agua tónica que el tío de Ana importaba de Europa.
Con el paso de los meses, Jonás comenzó a faltar al colegio porque el tratamiento debía realizarse a la mañana para que tenga mayor efectividad. Estaba muy desmejorado y del consultorio iba directo a la casa para tirarse en la cama, ni siquiera conservaba energía como para ver televisión o leer las revistas de historietas que traía la abuela.
La última vez que la vio ni siquiera llegó a hablarle. Jonás hacía varias semanas que no aparecía por la escuela en un intento desesperado de los médicos que sostenían que si no salía a la calle por un par de semanas quizás lograrían desacelerar el avance veloz del mal.
Vio su cara por la puerta entreabierta y a las enfermeras instaladas en su casa a pedido de los médicos que no la dejaban pasar por precaución. Cualquier estímulo podía desencadenar la muerte. La vio triste y hermosa, quiso gritarle algo pero el cuerpo no le dio ese último gusto.
Los ojos se cerraron y se vio junto a ella tomando de una botella de agua tónica. Se la iban pasando y tomaban del pico. Llovía mucho pero hacía calor, toda el agua del mundo castigaba con fuerza el techo de un vagón abandonado. Se la iban pasando y tomaban del pico.