Probó durante medio año calmar el dolor con
kinesiología, eutonía y acupuntura. Tuvo,
también, un paso por la reducación
postural global, la osteopatía y la quiropraxia. Nada funcionó lo suficiente.
Neurocirujanos, traumatólogos generales y de
columna son los tipos de médicos a los que visitó en ese lapso. Extremistas de
la operación algunos, enemigos acérrimos del quirófano otros. Ególatras
encendidos, todos.
“Cronoterapia”
afirmó el anteúltimo al que concurrió. “Se
trata de cronoterapia” repitió el doctor con postura de estoy diciendo una
genialidad para enseguida preguntar “¿entendés
lo que significa?” y sin dejar hueco, pasó a responderse a sí mismo: “que hay que dejar pasar el tiempo, que esto
tendría que curarse sólo”
Entonces, adujo que había entendido lo de la cronoterapia, que no era tan difícil, ”crono”
significa “tiempo” y el cronómetro es
desde hace mucho un elemento de uso masivo pero que de todas maneras no le convencía
porque el dolor era mucho y la consulta de ochocientos pesos (esto último no lo
dijo pero lo pensó) si no era posible hacer algo más. El doctor quiso saber si
era ingeniero y ante su respuesta negativa concluyó que sólo cabía esperar un
tiempo a que bajara la molestia y que si
no cambiaba, recién entonces iba a evaluar una alternativa.
Los pisos del sanatorio están impecables, sentado en
la silla de ruedas protocolar y mientras el enfermero va colocándole un
camisolín celeste, el ángulo de visión le permite detectar la presencia de por
lo menos tres plasmas que transmiten una programación de televisión interna:
ahora dan algo sobre embarazadas. Piensa en la época en que no le dolía el
cuello.
El primer síntoma lo sintió en aquella movilización sindical
a la que había asistido con bastante desgano. Un pinchazo leve en la parte
izquierda de la nuca cuando hablaba el cuarto o quinto orador. Después, otro puntazo más agudo en la zona de la escápula
cuando un extranjero de rastas rubias, bermuda y lata de cerveza en mano se
acercaba a un compañero con la pregunta
de: “¿this, revolution?”, llevándose
como respuesta a su irreverencia un escueto: “not that much, not that much”.
Después: quedarse duro en el inodoro, el espejo
viniéndosele encima, las articulaciones tensas y frágiles a la vez, el libro de
Alejandro Zambra cayendo al agua meada, manotear el celular, el bueno de su papá viniendo en su auxilio.
Desoxametazona y Celestone Crono 12 en forma de inyección aliviadora sólo después
de sortear a una malcogidísima recepcionista de la guardia que lo hizo esperar
una hora mientras se retorcía de dolor.
Maneras de capitalizar desgracias de esta índole:
escribir un libro. La típica.
Pero ya estaba y muy bien escrito por Damián Tabarovsky ; el título: Autobiografía
Médica.
Entonces cambió los programas políticos por las series estadounidenses, un capítulo atrás del
otro y gelatina mucha gelatina porque el frío en el estómago le aliviaba la
pesadez de los antiinflamatorios.
El aire
acondicionado está al palo, por debajo del camisolín siente cómo se le pone la
piel de gallina en las piernas, hace más frío que en los “shops” de las
estaciones de servicio. Le pregunta al camillero que se acerca para llevarlo si
no hay alguna “promo” de caja, si aparte de sacarle el disco no le pueden hacer
un engrosamiento peneano.
Está llegando el momento. Cierra los ojos y trata de
pensar que es un soldado en Malvinas, que es una misión heroica, que lo hace por la patria.
Pero ya no funciona el walkie talkie, del resto del
pelotón no hay novedades, algunos generales ya traicionaron y Menem planea
candidatearse de nuevo a gobernador de
La Rioja.
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