martes, 8 de mayo de 2018

La Brújula




Ya no se tiran los papeles desde los balcones del microcentro a fin de año. Por la corrección política de las oficinas medio pelo que la juegan de empresas ecológicas, pero sobre todo, porque los rituales están en vías de extinción. Marechal decía que Buenos Aires ya no tenía conciencia fluvial. Hace setenta años lo decía y tenía razón: ¿Cuánto hace que nadie usa el Río de la Plata para ubicarse, para encontrar un lugar para emborracharse, para saber quién es?
Así andamos: sin rito ni brújula. Hay más grupos de whatsapp sobre asados que asados concretados. Esa estadística debería alarmarnos.
Pero justo pasa algo que expone los límites de estas certezas y hace flaquear mi teoría. La vida de un amigo se sacude porque su vieja se fue y mi día se altera porque, en vez de ir a trabajar, me mando al velorio: se me había escapado que el ritual sí tiene vigencia cuando aparece la muerte.
Llego y lamento no poder tomar café ni arañar una masita porque ya están todos arrancando para el entierro. En la vereda, me encuentro al Guille; también vino a saludar. Hace años que no lo veo y me siento culpable. Ante la duda, siempre debe primar la culpa: así nos criamos. Para compensar, le digo que se suba a mi auto y vayamos juntos. Acepta pero dice que soy un careta, que no le respondo nunca, que soy amigo de Chacarita, del comisario, la represión y la demora en la línea B por problemas en una formación.
Agarramos Panamericana: buscamos un cementerio privado al estilo Jardín de Paz pero con otro nombre. Las referencias inexactas que demoran la llegada y un sorpresivo cartel con una flecha grande que abre la posibilidad de enfilar para Uruguay me sumergen en una paz que, en realidad, es sopor y que desaparece cuando el Guille vuelve al ataque. Ahora soy amigo del dorima que la fajaba a Xuxa, de los links que no abren, de que Ferro siga marcando en zona, de los vendedores de libros que no saben nada de libros y de la cartilla de la obra social de un sindicato caído en desgracia.
  Nos conocimos en la época en que había vuelto la política. Todo era posible, hasta armar algo decente o competitivo (en algún punto es lo mismo) con el peronismo de la Capital. Me acuerdo sólo dos cosas de la noche de invierno en el restaurante vasco: a la gente de Alberto Fernández que insistía en que el mal olor del subte tenía que ser un eje fuerte de campaña y al Guille pidiendo sumarse al espacio. Tenía campera de cuero (quizás la misma que tiene ahora) y la mirada perdida. Cuando te piden militar uno no pregunta nada: todo suma, todos adentro. No hay test psicofísico para militantes. Quizás eso sea un error.
  Después de pagar un peaje de más, retroceder y cruzar un puente, encontramos la bajada de la autopista. Guille aprovecha el acierto para atacar por sorpresa: ahora soy amigo del desodorante glade espíritu joven, la teoría del derrame, la idea de Martino, los que se hacen los dormidos cuando sube una embarazada al bondi y los capítulos nuevos de Los Simpsons. Al parecer, también me junto los domingos a comer carnes con el juez Griesa.
  Estacionamos. Se ve que a la mayoría también le costó el itinerario porque no estamos tarde. La gente se amontona en el único cuadrado de sol del jardín con mucho verde, muy bien cuidado. El lugar parece Versalles: dan ganas de pasar ahí un fin de semana largo. Entre los asistentes descubro a Fito Paez. Pienso en pedirle una foto, pero me da miedo quedar desubicado.
 Guille se prende un pucho, no parece demasiado subyugado ni por el lugar, ni por la presencia de un famoso. No tarda nada en susurrarme que soy amigo de los institucionalistas, de las vacaciones con lluvia, de los periodistas deportivos que critican a Messi, de querer todo digerido, de los pre candidatos al primer cargo que aparezca, de la Goldman Sachs, de que el Coyote nunca haya agarrado al correcaminos y de los plomeros que cambian el cuerito a ochocientos pesos.
  Voy al baño sin ganas, sólo para escapar. Mear sin ganas es un castigo suave al lado de dormir sin sueño o comer sin hambre. O morir de hambre. Como no funciona la traba de la puerta, pongo una pierna para que no se abra pero me tira el isquiotibial así que me la juego. Igual cuando está fresco la gente hace menos pis, pienso y desenvaino, pero alguien empuja la puerta: es Fito Páez. Le digo: “Fito, estoy meando” y él levanta las manos como pidiendo disculpas. Cuando salgo, lamento que ya no esté. Ahí sí daba para selfie sin familiares, ¡sin deudos! (como dicen los periodistas) que se indignen por mi cholulismo en ocasión de duelo. Habrá buscado otro baño o se habrá meado encima: los artistas son capaces de cualquier cosa.
 Cuando vuelvo, contento por haber tenido la chance de interactuar con Fito, veo a la gente peregrinando por una de las callecitas internas. El cuero de la campera del Guille brilla entre todos. Es negra, de gremialista, aunque él los deteste.
 El cielo ya está cubierto del todo y el frío se volvió nítido. Seguro tiene incidencia en el clima, el grupo de hombres que ya carga el cajón. Acelero el paso hasta quedar detrás de los más rezagados. Algunos lloran, otros parecen aburridos como si hubieran ido de camping con sus tías abuelas. En un momento, la caminata se frena. Un empleado del cementerio indica que ese es el lugar y depositan el cajón en un pozo ya preparado para recibirlo. Sincronizadísimo aterriza un cura que empieza a hablar. Lleva un rato largo de cháchara cuando hace un pausa, me mira y dice que soy amigo de los focus group, del fiambrero que corta el jamón despacito, de Ernesto Laclau, la bacteria que provoca la diarrea, el megacanje, y el que le caga sistemáticamente los Oscars a Leo Di Caprio.
 Por primera vez en la tarde, veo a mi amigo, el hijo de la muerta, que me sonríe. Trato de adivinar si detrás de ese gesto hay tristeza pero se lo ve normal. El cura pide hacer un minuto de silencio que dura como tres minutos. Cuando queda claro que ya terminó todo, empiezo a caminar hacia la zona del estacionamiento desandando el trayecto que hicimos a la ida.
 Lo pierdo al Guille, pero justo me interrumpe el paso mi amigo y nos abrazamos. Hacía mucho que tampoco lo veía a él: se lo ve impecable. “Fue para mejor” dice, sin darme lugar a tener que ensayar alguna frase de ocasión. Me cuenta que su mamá la venía pasando mal, el dolor sólo bajaba gracias a unas galletitas de marihuana que él mismo había aprendido a cocinar. Con un alambre les empecé a dibujar cosas, a ella le divertía. Primero palabras como o fuerza. Después me animé a pequeños dibujos: estrellas y animales. Dice que tiene ganas de largar todo y ponerse a fabricar esas galletas.
 Se acercan unas viejas: le dicen que su madre fue una gran persona. Evito el momento con un giro hacia atrás. Veo árboles de distintas especies; tienen diferentes tonos de verde. También descubro al Guille cara a cara con la tumba, super compenetrado. De repente, desde el cielo encapotado y espeso como un puré de manzana se filtra un rayo de sol que da, mitad sobre la tumba, mitad sobre su campera de cuero. Me acerco y me le paro al lado, ni bien siento ese arrebato de sol sobre el cuello me doy cuenta de lo tanto que lo necesitaba.  A todo esto, nuestro amigo ya despachó a las viejas y se acerca: pasa por el medio de los dos. Para eso, nos empuja un poco y después pone sus brazos por arriba de nuestros hombros. Nos quedamos así los tres en silencio, frente a la tumba. Un momento de la concha de la lora.
 Cuando el rayo de sol languidece, nuestro amigo propone que vayamos a comer. Dice de ir por Flores que es zona de milagros. Aclara que no tiene expectativas de hacer resucitar a su vieja, pero que es auspicioso ir a un lugar así después de una muerte. Explica que Flores es el corazón esotérico de la patria. Cuenta que ahí se construyó la primera basílica del país y también está la primera casa de Perón en Buenos Aires. Que, de ese barrio salió el Papa y que a Rucci lo liquidaron en Nazca y Avellaneda. Además, que el Pacto de San José de Flores se firmó en esas calles y ahora él está pensando en poner por ahí el local de galletitas con las que mejoró el final de la vida de su mamá. Por fin se toma un respiro, hace un pausa corta y nos dice que su idea es que laburemos los tres en el negocio. Para convencernos menciona que puede ser divertido hacer algo juntos pero sobre todo, hace hincapié en lo miserable que son nuestros trabajos actuales.
  Nos metemos en mi auto y arranco para salir rápido a una calle sin tanto olor a cadáver. Cuando logro que subamos a la autopista, nuestro amigo amplía lo que me había empezado a contar en el entierro: que su vieja sufrió un montón porque los dolores eran muy fuertes pero que, después de la tercera galletita, se tranquilizaba y podían charlar lo más bien. Ella se ponía muy graciosa y justo la noche anterior a que muera habían dicho de escribir juntos la letra de una canción que le sirviera de epitafio a su tumba.
_ No, nos dio el tiempo… nunca la había pasado tan bien con mi vieja.
 El Guille tose como pidiendo permiso para hablar. Tengo miedo que le parezca un momento oportuno para acusarme de ser amigo de los protocolos anti piquetes, de los falsos tratamientos para la caída del cabello y de la depresión post partido de fútbol  5 que estuvo choto.
 Pero no. Dice que un buen epitafio es: “galletitas de marihuana para toda la alegría de la gente”
 Le decimos que para epitafio es delirante, pero que como eslogan del negocio que vamos a abrir los tres en Flores puede andar. Nuestro amigo ya tiene visto un local sobre la calle Boyacá, que mira, a lo lejos, casi por casualidad, al Río de la Plata.