viernes, 26 de diciembre de 2008

Una Historia "Naíf" para Fin de Año

Es 22 de diciembre, tengo que ir al centro para hacer mil trámites: bancos, escribanía, AFIP, Pago Fácil y toda esa burocracia que uno debe soportar para sobrevivir.
Contra todos los pronósticos termino antes de lo pensado y me quedan un par de horas libres hasta una reunión a la tarde. Hace rato que tenía ganas de caminar las librerías de la calle Corrientes, estoy feliz por de repente tener una increíble oportunidad para conseguir todos esos libros que no había comprado en los últimos meses. ¿para qué comprarlos? me había preguntado en varias ocasiones, si seguro están en Corrientes a mitad de precio. Con el pasar de las cuadras todas mis fantasías sobre ediciones a cinco pesos se van esfumando como la espuma que genera el Uvasal ni bien echás el polvito en el vaso con agua.
Termino comprándome uno que nunca había tenido intenciones de leer. Los que necesito en serio sólo están en una librería común y corriente, a precio de cadena multinacional. Los pago con enojo y las cosas parecen mejorar un poco cuando me ofrecen una tarjeta que suma puntos para obtener libros de regalo. Sin embargo, por lo que le entiendo a la vendedora (que no era librera) sólo funciona si comprás cinco libros por un monto similar al que sale el de Ari Paluch. Recién entonces tenés acceso ( inmediato, por supuesto) a una edición de bolsillo de esos libros al estilo Lenin para principiantes. Decido completar los papeles para obtener la tarjeta pero sólo porque es más fácil que explicarle a la vendedora(no librera) que no me interesa sumar créditos para poder acceder a ese super bonus libro pedorro.
Casi desahuciado, salgo de la librería y enfilo para La Giralda: un café con leche y un mozo de mal humor es justo lo que necesito después de la desilusión de las librerías. Mientras voy caminando hacia la calle Uruguay se escucha la música que sale de una disquería. Mi cuerpo se detiene. Es la misma canción, pero sobre todo es la misma versión. “Your day breaks, your mind aches”. La canción se va desplegando sobre los adoquines de la vereda y las estrofas se apoderan de mis pies impidiendo que se muevan de ahí.
Aquel verano adolescente ella me había grabado un cassette con tres canciones.
_ Para que las escuches cuando extrañes, me había aconsejado mientras subía junto a su familia la escalera mecánica del aeropuerto para embarcar. Eran momentos de crisis y la clase media se iba a España escapándole a las consecuencias de una economía que ella misma se había ocupado de apuntalar.
Una de esas canciones era For No One. Pero no por Los Beatles sino la versión de Caetano Veloso que está en ese precioso disco que es “Cualquer Coisa”. Imposible olvidar ese silbido del principio y la flauta previa al estribillo. Esa era la versión que sonaba en plena calle Corrientes, este lunes 22 de diciembre.
Aquel verano tenía quince años y me había ido de vacaciones con mis viejos a Córdoba. Aparte de aburrirme bastante, la extrañé horrores. El cassette era para escucharlo cuando la extrañase pero como eso pasaba todo el tiempo, y yo solía ser muy respetuoso de las consignas me la pasaba con el dedo en el play del walkman. La versión de For No One era la que más me gustaba del casette aunque los tres temas eran de lo mejor. De Spinetta estaba esa hermosa canción que es Quedándote o Yéndote y por último había una de Sabina a quien yo no soportaba demasiado pero que gracias a esa grabación terminé apreciando. De ese tema no me acuerdo el título, es la que dice “ no abuses de mi inspiración, no acuses a mi corazón tan maltrecho y ajado”
Tarareando esas canciones daba largos paseos por las sierras sólo pensando qué sería de ella en Barcelona. La imaginaba trabajando de mesera en un bar bohemio, conociendo músicos de rastas y fuertes brazos tatuados. Primero muy callada y hasta mala onda. Pero con el correr de las semanas se iba adaptando. La invitaban a salir varias veces hasta que por fin aceptaba. Fumaba mucho porro con un artesano ecuatoriano que se reía fuerte y terminaba acostándose con él.
Me preguntaba si ella seguía pensando en mí y escribía en una libreta diferentes maneras decirle cuanto la amaba y extrañaba. No quería llamarla todavía. Ella había prometido comunicarse cuando las cosas se acomodaran y cuando les pusiesen teléfono en el monoambiente que habían conseguido para los primeros meses. Tenía resuelto sólo llamarla si hasta su cumpleaños no se comunicaba ella, el 15 de marzo cumpliría los 18, era bastante más grande que yo, sobre todo a esa edad cuando las diferencias de edad pesan mucho más. En Buenos Aires pasaba bastante desapercibida. Pero con ella tan lejos me sentía mucho más pequeño e incapaz de manejar la distancia.
Ese fue el verano que empecé a dibujar. Me llevaba los lápices al costado del arroyo y me quedaba hasta que desaparecían los últimos rayitos de sol, en el medio hacía pausas haciendo sapitos con las piedras. En Córdoba hay muchas piedras pequeñas y chatitas, ideales para la práctica del sapito. Después volvía al hotel, cenaba con mis viejos y me iba a dormir. Con suerte charlaba con una pareja veinteañera de músicos con la que había generado una tenue amistad.
Llega el “A love that should have lasted years” final y los últimos acordes. La canción termina y arranca la siguiente: una banda de sonido de alguna peli de Europa del Este, sólo entonces levanto la mirada, despego los pies fijados a los adoquines y recorro los últimos cincuenta metros hasta la Giralda. Entro y me siento en una de las mesas contra la pared. Le hago señas a un mozo que está visiblemente de mal humor y le pido un café con leche: justo lo que necesito después de la desilusión de las librerías.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Colonialidad del Saber

Existen ciertas ideas que hemos naturalizado hasta tal punto que nos es muy difícil comprender cómo nos están troquelando no sólo el pensamiento, sino también nuestras más profundas experiencias y percepciones. Estas son ideas que nos constituyen en tanto son el terreno desde donde pensamos pero sobre las cuales difícilmente reflexionamos, el terreno en el que se hace posible la experiencia y las percepciones pero que tomamos por sentado.
Una de esas poderosas ideas es la ‘imaginación geográfica’ en donde percibimos el mundo dividido en continentes con una disposición espacial claramente circunscrita y con unos nombres que parecieran estar inscritos en su superficie. América, África, Europa, Asia y Oceanía aparecen a nuestros ojos como entidades geográficas objetivas y los mapas no son más que su neutral y clara representación mediante técnicas científicas de escalas. Estos mapas tienen una orientación que consideramos ‘natural’. Algunos mapas pueden incomodarnos de alguna manera al evidenciar lo arbitrario de los mapas desde los cuales estamos usualmente representando el mundo. En el mapa que adjunto en este post, que ha sido tomado del libro de Edgardo Lander "La colonialidad del saber", se problematiza simplemente un aspecto: la orientación convencional de la gran mayoría de los mapas que colocan al norte arriba y al sur abajo. Esto produce el efecto de que se piense que el ‘mapa está al revés’. No obstante, antes que ‘al revés’ lo que produce este mapa es pensar en la arbitrariedad de la representación convencional y, más aún, la jerarquización que una aparentemente neutral y objetiva cartografía supone. Una digresión en el plano de las orientaciones espaciales. En la región del Pacífico colombiano las poblaciones afrodescendientes consideran que el abajo es hacia el norte y el arriba hacia el sur. Esto se debe a que son las corrientes marinas las que han establecido sus percepciones y prácticas espaciales. Así, desde su perspectiva, el mapa que reproducimos estaría al derecho, mientras que para el convencional estaría al revés.

domingo, 30 de noviembre de 2008

En Fin.

Él la quiso retener, ella creyó que él la quería confiscar. Ella está con el campo, él con el gobierno. Muchas diferencias. El idilio terminó.
(dibujo: Pollo ; texto: Rep)

jueves, 20 de noviembre de 2008

El flaco que se olvidó de besar

Lo peor que le había dejado aquella relación era la incapacidad para besar.
El día que cortaron en la esquina de la escuela donde ella trabajaba. El té con leche tibio en el bar donde confirmaron la separación. Los libros y los discos que ella había decidido no devolverle nunca más. Las semanas y semanas de bajón posterior. Todas estas desgracias que acarrean el fin de una relación no son nada al lado de haber perdido la habilidad para besar. No es que alguna vez haya sido un gran besador pero por lo menos no tenía noticias de que alguien haya solicitado a los gritos el libro de quejas.
Él se consideraba un digno besador, ni muy muy ni tan tan; como la mayoría de los mortales tenía días y días. Pero sí estaba seguro de no haber atravesado situaciones caratulables como traumáticas. Esto es : choque frontal de paletas o algún deslizamiento del canino sobre la lengua de la besada o algún tipo de percance significativo que ocasione daño y por ende que lo coloque a él, sujeto besador, al peligro de ser estigmatizado como un tipo que besa mal.
Recordaba sí una vez haber cometido un error de esos que más bien son del orden táctico – estratégico. Fue con la chica que conoció en la costa. Resulta que el mismo día de la salida, tuvo un almuerzo en la casa de los tíos donde había una irrechazable porción de champignones a la provenzal preparada a dúo por su mamá y la tía. Largas semanas habían anunciado las hermanas que aquel sábado servirían ese plato y lo que es más, él mismo se había encargado del estimulo para la elaboración de dicho manjar sin contemplar la posibilidad de algún contacto social posterior. Por lo tanto, resistirse a comer no cabía dentro de las posibilidades pues transformaría el apacible almuerzo familiar en un escenario de conflicto visceral, hiriendo las ya socavadas sensibilidades de madre y tía para siempre. Comió entonces los champignones cubiertos de ajo como quien firma la propia sentencia de muerte.
Por todos los medios intentó recuperar los niveles de aliento normales durante las horas siguientes, pero el efecto del ajo no admitía fisuras .Se trataba de una variedad andina muy contundente. Tres tipos de pastillas: menta, mentol y eucalipto. Diversas pastas dentales(incluidas esas para viaje que vienen concentradas y son extra fuertes), gárgaras de bicarbonato de sodio y, ya desesperado ,también recurrió a cáscaras de limón y mandarina.
Lógicamente la chica huyó al beso y la salida terminó antes de lo previsto. De todas maneras el perjuicio no era tan grande, puesto que las relaciones con chicas que se conocen en la costa, todos lo saben, están destinadas a fracasar. Lo cierto es que el error no había pasado por besar mal sino por una situación ajena como puede ser una comida impregnada de ajo.
De hecho lo más probable es que nunca se hubiera preguntado hasta ahora cuán bien besaba, en efecto es una pregunta que los hombres rara vez suele hacerse. Sin embargo, como presagio del fin de la relación, en los últimos tiempo tanto él como su novia habían empezado a reprocharse los besos. Que muy corto, que muy largo, que la lengua medio de coté, que me diste un beso insulso, que parece que estuvieras besando al portero del edificio, que los labios están secos, sarasa, sarlanga. En suma, una situación insostenible.
Ya acabada la relación y transitados con relativo éxito los días de luto y llanto, los nuevos encuentros con otras chicas arrojaron una novedad preocupante. Nuestro amigo había olvidado cómo besar. O quizás lo recordaba pero no le salía. Como quiera que sea, no lograba besar como antes. ¿ Habría sido capaz ella de lanzarle un sortilegio para que no besara más?
No es que le costaban aquellas cuestiones históricamente controvertidas, como cuándo cerrar el beso, cómo iniciarlo o en qué momento hacerse levemente al costado para dejar respirar al otro. No! Ni siquiera podía dar el más ingenuo beso. No podía besar. Había perdido esa capacidad.

lunes, 27 de octubre de 2008

De Vuelta

Con frecuencia ocurre que los hechos sacan varios cuerpos de ventaja sobre las explicaciones. Lo fáctico se planta con firmeza monárquica sólo dejando lugar a desfasadas interpretaciones.
El sol se mete por la ventana del micro y declara una lucha sin cuartel contra mi ojo derecho todo encompotado por tanto tiempo de estar apoyado contra el vidrio. Hace calor y la llegada a la terminal se retrasa por un par de semáforos mal sincronizados. En condiciones normales no anhelaría que el micro termine su recorrido. Tener que bajar, afrontar la mañana del domingo sin dormir y verme obligado a atravesar toda la ciudad hasta llegar a la cama. Mucho mejor sería atornillarse al asiento del micro y dormir sin soñar. Sin embargo, en el asiento de atrás hay un nene jugando frenéticamente con un celular que hace un ruido agudo insoportable capaz de desequilibrar a un “dream team” entero de faquires, budistas zen y profetas mesiánicos. Me quiero bajar como sea.

Probablemente fui a buscarla con la esperanza de traerla conmigo. ¡Ah sí! qué más linda historia que la de un amor a distancia, siempre a punto de consumarse como un vino francés que constantemente está descorchándose pero que rehuye a ser saboreado.
Ella prefirió quedarse, estudia para maestra jardinera en un el instituto del pueblo y por ahora no se anima a venir a la Capital. Me escribió una carta donde cita un fragmento trilladísimo de Rayuela. Lo leo una y otra vez durante el viaje, contra todos los pronósticos, logro emocionarme un poco.

¿Y si juego a ser escritor? Siempre soñé con escribir un libro y siempre quise tener que viajar por trabajo. Qué bien que suena la frase completa: “viajo por trabajo”. Es una novela corta, algo pretenciosa por haber estado leyendo César Aira pero trato de mecharle otras influencias para descontracturar: Dolina, Fontanarrosa, Fabián Casas. Transcurre en un caserío agrícola en el centro del país. En la entrada hay uno de esos carteles verdes con letras blancas que instalan a los costados de la ruta. Éste comunica al lector que está parado exactamente en la mitad del país. En realidad el punto medio cambió tras la entrega de unos hielos que corrieron el centro unos setenta y cinco kilómetros más arriba recayendo en el pantano de Azul. Se trata de una zona donde hasta el momento es imposible levantar viviendas y por lo tanto nadie ha venido a discutirle al pueblo de mi relato el privilegio de ser el centro exacto del Estado.
Una semana allí es suficiente para empaparme de la atmósfera del lugar y para empaparme, parece ser que el pueblito también se caracteriza por estar instalado en una especie de microclima de eterna lluvia (finita). Como no viajé con más que dos juegos de ropa, permanezco todo la semana mojado lo que va alterando paulatinamente mi sensibilidad hasta transformarme en un ser de corazón acuoso.

Pero para qué andarse con tantas vueltas. Lo cierto es que me mandaron de regreso a la ciudad al terminarse de confirmar que la investigación no prosperaría. Ahora que el fracaso es rotundo no tengo problemas en contarlo.
El dato lo veníamos manejando desde aquel viaje por Centroamérica del año 79 cuando estuvimos en contacto con pueblos andinos que nos confirmaron los milagros de la quinina, una planta con propiedades que combaten la malaria, el paludismo y sobre todo con la capacidad de prolongar sustancialmente la vida de quienes rodea. Esto último era lo que nos interesaba.
El caso paradigmático lo constituía un pueblo entre montañas a 200 kilómetros de Guayaquil donde la quinina crece espontáneamente y los campesinos llegan con holgura hasta los ciento quince años de edad con una vitalidad asombrosa.
En el instituto habíamos desarrollado varios proyectos y sólo nos faltaba dar con el lugar exacto del país donde se reprodujeran las condiciones climatológicas exactas para el desarrollo de la quinina.
Con ese fin se habían instalado varias pruebas piloto en cuatro provincias y me habían nombrado a cargo de una de ellas que era la más cercana a la Capital. A pesar de todos los sacrificios la quinina se había resistido a crecer, el nuevo director del instituto decidió apostar por proyectos menos atractivos pero más concretos, y sobre todo nuestro ánimo cayó por debajo del que uno precisa para convencer a los funcionarios de que lo que uno hace es interesante y puede servirle al país. El retorno a casa resultó inevitable.

Lo que sí es evitable es que un nene siga dándole duro y parejo al jueguito de un celular histérico, que haga tanto ruido y que me duela tanto la cabeza. Una fiesta en una quinta en las afueras obliga a un regreso depresivo. La culpa la tiene ese último vaso que me sirvieron. La culpa de todo la tiene siempre ese último vaso que nos sirven. Son inútiles los esfuerzos que uno ponga en trasladar esa responsabilidad a la quinina, a César Aira o a la novia que decide quedarse.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Persona que ilumina




Gracias al Pollo por su aporte a este humilde espacio

domingo, 5 de octubre de 2008

Ambar


Desde el resultado del estudio la mamá de Jonás se la pasaba llorando. Sostenía que era injusto, los buenos cristianos no merecían semejantes castigos, a ella le dolía el cuerpo de tanto trabajar y amaba a su familia, en cambio los chorros... y torciendo la mirada dejaba la frase inconclusa porque sabía que todos entendían, que no tenía sentido completar la oración.
Para Jonás, en cambio, las cosas continuaban mas o menos parecidas. La diferencia más importante era que los martes y viernes en vez de ir a educación física tenía que ir al consultorio a realizar el tratamiento. Las tardes de deporte en el colegio eran más bien un escarmiento así que faltar y con justificación médica le parecía genial. Odiaba el fútbol y los compañeros lo cargaban. En el mejor de los casos lo mandaban al arco. Jonás les explicaba que prefería jugar de defensor porque tenía miedo de atajar la pelota pero no le hacían caso. Jugando en la defensa lograba hacerse el distraído y entrar en contacto con el partido lo menos posible, aparte cuando atacaba su equipo podía quedarse parado disfrutando del sol en la cara o recortando las formas de las nubes. De todas maneras, casi siempre terminaba en el arco y cuando lo llenaban de goles (que era lo más usual) le decían marica y otras cosas mucho peores.
La médica a cargo del tratamiento era una señora gorda muy agradable. Para colocarle el láser a la altura de la frente lo tomaba con firmes brazos rodeando su cabeza que quedaba apoyada sobre el delantal frío que vestía la médica generándole un gran placer. El ambiente se cargaba de un poderoso ámbar polar que lo adormecía. Cuando la doctora terminaba con el asunto, ya no le quedaban demasiadas fuerzas y dormía en la camilla hasta la noche cuando la mamá pasaba a buscarlo y se tomaban el colectivo regreso a casa.
A pesar de los lamentos familiares y las miradas piadosas de los vecinos Jonás no se sentía tan mal, quizás sí algo cansado físicamente pero nada que no pudiera arreglar yéndose a dormir temprano o haciendo la siesta después del almuerzo en lo de la abuela. Las notas en la escuela comenzaron a mejorar, los profesores estaban obligados a sentirse conmovidos por la situación así que le agregaban varios puntos en las pruebas y solían ser muy compasivos con sus trabajos prácticos. Esto llevó a que los compañeros que ya lo tenían entre ojos por los flojos desempeños futbolísticos se decidieran a que sienta el rigor de un curso enojado y se organizaran emprendiendo una cruzada para hacerle pasar malos ratos. Encontrar bichos muertos en la mochila se convirtió en costumbre, sus almuerzos comenzaron a desaparecer y la cartuchera se llenaba de tiza picada que lo hacía estornudar y toser hasta el cansancio
Fue entonces cuando Ana que era una silenciosa compañera de curso se acercó para hablarle. Al principio le hacía muchas preguntas específicas sobre la enfermedad y usaba palabras médicas que él no entendía. Le contó que su mamá trabajaba en un hospital de enfermera y que ella también guardaba ese sueño para cuando fuera grande. Esas preguntas incómodas de los inicios después se transformaron en largas conversaciones en los recreos y a la salida del colegio.
Salvo los días que tenía tratamiento y que por eso lo pasaba a buscar la mamá, se volvían caminando juntos y muchas veces terminaban alterando el recorrido, yéndose para el lado de la vieja estación. Entre las vías muertas se sentaban en los durmientes a comer golosinas y hacían competencias de lanzamiento de piedras, en general las ganaba él pero después la médica le recomendó que no hiciera grandes esfuerzos así que dejaron de jugar.
Un día de llovizna tibia se adentraron en el sendero de las vías muertas, se hicieron paso entre las plantas que crecían deformes complicando el paso y caminaron sin parar. Pasó más de una hora y seguían caminando. La lluvia y la vegetación se iban adueñando de aquellos cuerpos sucios y transpirados que no podían más que seguir la marcha, el piso se volvía pedregoso y dibujaba una pronunciada cuesta que hacía doler las piernas. Pasaron varios minutos hasta que la superficie se volvió a aplanar y emergió ante ellos un gigante vagón de tren.
Estaba adornado con serpenteantes trazos de pintura en varios colores. Por dentro se mantenía muy conservado y especialmente limpio. Ana dijo que el vagón parecía absorto en el tiempo. Jonás no entendía muy bien que significaba eso del tren absorto pero por alguna razón, la frase le dio coraje para darle la mano y ella no opuso resistencia. Entraron y se recostaron en uno de los asientos. Era de cuero verde y estaba frío. Ana se sacó la campera y los tapó apoyando luego la cabeza en el hombro de Jonás. El pudo sentir como la respiración de la niña se iba aquietando hundiéndola en el mundo de los sueños.
Fue Ana quien le enseñó a jugar al elástico. Ella era la mejor jugadora que había visto en su vida. Pasaba todos los niveles sin la mínima equivocación llegando hasta el tercer mundo en menos de veinte minutos. Solían ir a su casa donde ponían el elástico entre dos sillas y pasaban horas hasta que les agarraba sed y corrían hasta la cocina a tomar agua tónica que el tío de Ana importaba de Europa.
Con el paso de los meses, Jonás comenzó a faltar al colegio porque el tratamiento debía realizarse a la mañana para que tenga mayor efectividad. Estaba muy desmejorado y del consultorio iba directo a la casa para tirarse en la cama, ni siquiera conservaba energía como para ver televisión o leer las revistas de historietas que traía la abuela.
La última vez que la vio ni siquiera llegó a hablarle. Jonás hacía varias semanas que no aparecía por la escuela en un intento desesperado de los médicos que sostenían que si no salía a la calle por un par de semanas quizás lograrían desacelerar el avance veloz del mal.
Vio su cara por la puerta entreabierta y a las enfermeras instaladas en su casa a pedido de los médicos que no la dejaban pasar por precaución. Cualquier estímulo podía desencadenar la muerte. La vio triste y hermosa, quiso gritarle algo pero el cuerpo no le dio ese último gusto.
Los ojos se cerraron y se vio junto a ella tomando de una botella de agua tónica. Se la iban pasando y tomaban del pico. Llovía mucho pero hacía calor, toda el agua del mundo castigaba con fuerza el techo de un vagón abandonado. Se la iban pasando y tomaban del pico.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Un Soldi y un par de remeras de Ferro firmadas

Cuando mamá empezó a hablar del Kodzitche nadie le dio mucha bola. En casa ya nos habíamos desilusionado tanto y tantas veces éramos totalmente escépticos ante cualquier vaticinio que prometiese cambiar nuestras vidas.
Papá había tenido toda una vida de mates lavados a las cinco de la mañana y sábados laborales esperando pegar “el gran salto” en Ferroviarios que nunca llegaría. Si bien tuvo un que otro momento de gloria cuando cobraba bien e incluso tenía gente a su cargo, la interna del gremio había terminado condenándolo con un despido sin causa y ni hablar de algún tipo de indemnización.
Otro episodio que nos marcó fue el tema del Soldi. Recuerdo con nitidez la muerte del abuelo Mauricio. Nadie se sorprendió ya que el viejo estaba pesando más de ciento diez kilos y venía muy mal desde hacía largo rato con internaciones periódicas y cirugías poco exitosas. A las duras penas lograba moverse y pese a las recomendaciones de los médicos fumaba como un animal. Los salamines funcionaban al mismo tiempo como su debilidad y veneno ya que la hipertensión le dejaba poco margen para esos gustos a los cuales no estaba dispuesto a dejar de lado.
Era un tipo de barrio con gustos clásicos: le gustaba el tango pero no lo suficiente como para hacer gala de ello y era bastante hincha de Ferro. Digo bastante porque si bien veía todos los partidos las derrotas las tomaba con una sonrisa. Dos hechos puntuales ilustran esta tendencia: no lo conmovió demasiado el descenso y el campeonato no lo festejó más que cuando ganaba una partida de billar con sus amigos los lunes a la tarde.
El abuelo hablaba seguido del Soldi que tenía en el living. No es que se la pasara hablando de eso pero sí lo hacía cada tanto prometiéndonos que ese sería el legado que habría de dar en herencia a mi padre y a mi tío. Nunca había explicado el origen de aquél cuadro y siempre nos había parecido ridículo que el abuelo pudiese tener un ejemplar de estas características. Era un tipo difícil de dejar de asociar con el bar o el club de bochas. Nunca se lo había visto visitando una galería de arte y tampoco tenía amigos que le fuesen a regalar una obra de este estilo.
Una tarde de primavera el abuelo nos mostró a mi primo y a mí, que por ese entonces tendríamos alrededor de siete años, el dorso del cuadro señalándonos que lo había forrado con un papel especial traído de Europa para que no se deteriorasen los bordes y así la obra permanecería intacta para las futuras generaciones.
Cuando pasaron las semanas de luto y llanto tras su anunciada muerte, toda la atención recayó sobre el Soldi. El abuelo Mauricio no había dejado mucho más, tan sólo un par de remeras de Ferro firmadas por los jugadores fruto de su buena relación con la muchachada de la comisión directiva. Además había algunos muebles antiguos pero de esos que no tienen gran valor.
El cuadro que me había custodiado durante largas meriendas de chocolatada desde la pared del comedor de lo del abuelo estaba ahora en el piso de nuestra casa esperando para ser tasado. Nadie quería conservarlo y desaprovechar el momento en el cual se estaba pagando un fangote por los Soldi. Se trataba de la figura de un hombre con barba y traje. Estaba semisentado con una botella de vino sobre la mesa. No era un borracho, se trataba más bien de un hombre limpio y áspero que tomaba vino. Sin embargo, tampoco daba la idea de un tipo exitoso que disfruta una copita al anochecer. Tenía algo de dejadez en aquel rostro impoluto, había un asomo de derrota personal en esa boca violeta levemente inclinada hacia la izquierda.
Más de cincuenta pesos por esto no le puedo dar señor, dijo el tasador. Es una réplica, como las que venden en los museos para los turistas. Mi viejo no comió por una semana y por primera vez lo oí putear a mi abuelo. Mi hermana le sugirió que no era conveniente insultar a un muerto y papá la sacó a los ponchazos.
Por eso diez años después, cuando mamá empezó a hablar del Kodzitche nadie le llevó el apunte.
Papá no quería saber nada de llevarlo a un tasador, le parecía que esa escultura no era más que un cacho de plástico con una luz. Su grado de desconfianza había alcanzado niveles insospechados sobre todo desde que había invertido en el negocio de los granos y un temporal había echado a perder toda la cosecha. Desde entonces sostuvo que los tipos del servicio meteorológico eran una red mafiosa dispuesta a cagarle la vida a todos los que pudieran. Pese a su extremo desengaño, debo admitir que yo coincidía bastante con mi padre. El Kodzitche era, palabras más palabras menos, lo que él aseveraba: un palo alargado de plástico que se encastraba en una base negra. Cuando el interruptor se encendía, una luz verde que mutaba al rojo se adueñaba del centro del plástico y generaba un efecto visual interesante. Era agradable pero estaba lejos de parecer una obra de arte. De hecho toda la infancia junto a mi hermanita y el primo nos habíamos divertido con aquella escultura como si fuese un juguete más y era un milagro que no estuviese rota.
Mamá entonces no insistió más con el asunto por un par de meses hasta que de improviso, en una tarde de sábado con mucho frío nos avisó que cenaríamos todos juntos porque tenía un anuncio importante que comunicar. Mi hermana y yo nos sentamos temprano en la mesa y hacíamos tiempo picando un queso demasiado amarillo. El ambiente se empapaba del perfume de la batata cociéndose y de pollo bien adobado. Mamá tuvo que llamar a papá varias veces porque el viejo no quería salir del cuarto donde estaba encerrado haciendo cuentas. Finalmente lo fue a buscar y lo obligó a sentarse a comer el plato que toda la familia calificaba como la especialidad de mamá.
Mamá no se hizo rogar y largó todo el cuento. Había un coleccionista dispuesto a pagar sesenta mil dólares por la escultura. Era mucha plata, sobre todo en un momento en que la familia estaba con muchas deudas y la inflación volvía a acechar pegando sus cíclicos coletazos.
Papá había cambiado su gesto adusto, ahora estaba visiblemente excitado por la noticia y en medio de “¿estás segura Martita? y de ¿no me estarás haciendo una joda no mi amor?“nos contó la historia del Kodzitche.
Parece que cuando los viejos eran jóvenes, luego de la luna de miel pero antes de tenernos a nosotros eran de ir a muchos eventos sociales. Papá al principio picaba alto en ferroviarios y mamá era una bella y corajuda estudiante de odontología. En la residencia, Martita, como la llamaba su entorno, se había hecho muy amiga de una médica que asimismo era artista plástica y que comenzó a invitar a ella y a mi papá a opulentas fiestas en un hotel de la calle Florida. Eran encuentros de baile y comida para jóvenes empresarios, artistas y gente de la política. Papá comenzó a hacer migas con los dirigentes de la Confederación que luego lo traicionarían en el sindicato y mamá se movía bien en ese ambiente refinado, ya que si bien sus orígenes humildes la habían dotado de una gran simpleza, lo combinaba con modales de reina. Al parecer siempre se realizaban sorteos al final de cada fiesta y una vez le tocó a mi madre ser adjudicataria de una moderna heladera que donaba la gente de la cámara empresaria para hacer publicidad.
Resulta que en la semana, cuando mamá fue a retirar el premio se encontró con que se trataba de una heladera visiblemente usada y vetusta. Luego de una queja desganada, le dijeron que si no le gustaba podía elegir el Kodzitche que había sido donado por un coleccionista para el evento, pero que por un error logístico se habían olvidado de sortearlo. Como mamá ya tenía heladera y no necesitaba otra optó por el Kodzitche, le parecía algo moderno para poner el comedor y que le daría a la casa un aire nuevo. Permaneció en el comedor durante largos años hasta que nací yo y los viejos se mudaron a Caballito. Entonces lo relegaron a un cuarto de servicios que luego mutó en salón de juegos cuando nació mi hermanita y los primos venían a casa a jugar. EL Kodzitche pasó a convivir con playmóbiles, rompecabezas y canicas.
Al día siguiente de que mamá comunicó la noticia, papá se reunió con el tasador que era el mismo tipo que a la vez oficiaba de intermediario. La operación se hizo con rapidez. El Kodzitche se vendió al precio señalado, sesenta mil dólares limpios que papá metió en la cuenta.
Es cierto que nos dimos algunos gustos. Mamá contrató una señora para que la ayudara con las cosas de la casa y se anotó en un curso de danza. Mi hermana y yo recibimos ropa como nunca. Papá pasaba largas horas analizando qué inversiones realizar, se había curado de espanto después de su vieja apuesta con el tema de los granos así que no quería sorpresas.
Mientras veía si poner un comercio en el barrio o meterse en un fideicomiso inmobiliario metió el dinero en una cuenta con intereses altos.
Sin embargo, a las pocas semanas sobrevendría una corrida bancaria, congelamiento de depósitos y aquellos sesenta mil jugosos dólares se transformaron en bonos a veinte años que se terminaron regalando por el diez por ciento de su valor.

martes, 16 de septiembre de 2008

lunes, 1 de septiembre de 2008

De vascos, humedad y rodete


El sábado a la noche está demasiado húmedo. Es un invierno para chomba y la calle se encuentra muy transitada: gente que va al teatro, que se junta a comer y adolescentes que caminan rápido con botellas de cerveza en la mano.
Me tomo el colectivo y están todos los asientos ocupados. Soy el único que viaja parado y probablemente el único que no sepa adónde va. En realidad que no conoce a qué va. No saber por qué se toma un colectivo de línea el sábado a la noche ni por qué se está tan lejos de casa a los treinta años son cuestiones que lo llevan a uno a fruncir el ceño y a no apreciar la hermosura de una joven que se acaba de subir. Por arte de magia se liberan dos asientos cerca de mi izquierda. La bella joven se sienta y yo hago lo mismo.
Ella recuesta su cabeza sobre el vidrio empañado y deja ver su perfil, tiene una nariz perfecta cercada por una constelación de lunares y una boca suave, mechones de pelo le tapan la oreja pero dejan entrever un aro. Escucho como de sus labios se desprende un susurro de canción.
Me gustaría tener idea de hacia adónde voy, como sí sabe la señora con la torta entre los brazos de la primera fila, como los tres chicos que gritan en la parte de atrás del colectivo, como la pareja que no se habla pero se da la mano en el asiento de enfrente.
Lo de siempre cuando me mandan a trabajar: un viaje desde el interior, una dirección, una persona de apellido vasco, reunirse en algún momento del fin de semana siempre que sea de noche, hacer tiempo durante el día, algunos llamados, leer los diarios y elegir algún momento para la reunión. Una persona que uno no conoce ni volverá a ver, un mensaje cifrado que no se entiende y que hay que mandar por correo. Entonces emprender el viaje de regreso y permanecer quieto hasta nuevo aviso.
La joven se mueve y su mano derecha acaricia mi rodilla. O más bien la roza accidentalmente, no es posible que la esté acariciando. Pero intuyo su mirada fija en mi rostro. Siento los músculos de mi cara muy tensos y trato de relajarlos porque tengo miedo de poner una mueca inapropiada. No soporto que me observe así, me sigue clavando la mirada. De repente posa su mano sobre mi pierna y la acaricia, ahora no hay dudas.
Bajo en la siguiente, ¿venís? me pregunta con un hilo de voz.
Tengo toda la noche para reunirme con quien no conozco y hacer mi trabajo. No puedo rechazar esta oferta. Baja del colectivo y la sigo. Caminamos tres cuadras, la joven lo hace ligeramente más adelante, puedo ver sus caderas y piernas moviéndose con la sutileza de la marea, va rápido, casi debo hacer trotar mis descuidados noventa kilos para seguirle el ritmo.
Llegamos a una estación de tren. Por primera desde que descendimos del colectivo se da vuelta y me mira. Es peligroso venir a estos baños sóla, afirma. Me pregunto de qué diablos está hablando. Se da vuelta y camina con vehemencia hacia la izquierda del andén. Caigo en al cuenta de que hay un baño allí. Antes de entrar me grita:¡esperáme acá!
Me quedo parado sin saber muy bien qué hacer. El olor a pis es penetrante, miro hacia los costados. Contra la pared duermen dos linyeras tapados con una sábana rosa, al lado y de espaldas hay un hombre en silla de ruedas con la cabeza deforme. Por último hay una anciana loca apoyada contra la pared. Repite una y otra vez en voz alta “aluvión sin cesar”
Empiezo a tener miedo. Me dan ganas de irme. Efectivamente estos baños deben ser peligrosos. Por otro lado yo no tengo ninguna razón para estar allí, hasta preferiría estar sentado cómodamente en un colectivo yendo hacia ninguna parte antes que esta inmunda estación y estos nauseabundos baños. Aguardo largos minutos y la joven no sale del baño, sí lo hace un perro sucio y enfermo. ¿ será esto un asalto? ¿ me habrá seducido la muchacha para dejarme ahí tirado a la espera indefensa de un comando criminal caníbal?
Mis fantasías de muerte cercana se interrumpen por una voz a mis espaldas. Perdón por tardar tanto, escucho que dice. Es la joven hermosa y está todavía más linda con el cabello todo mojado. Se ha hecho un rodete con una birome. Tenía que lavarme el pelo, afirma con graciosa seriedad.
Yo asiento con la cabeza y murmuro algo como que es razonable lavarse el pelo sucio. Ella se acerca, me da un beso congelado en el cachete y emprende una caminata rápida hacia la derecha de los andenes. Unos segundos después ya desapareció. De mis ojos y de mi vida.
Quizás ya no sea necesario encontrarme con una persona de apellido vasco y recibir un mensaje criptado.

lunes, 25 de agosto de 2008

Un poco de auto referencia estética *

Despertarse el sábado a la mañana con el despertador porque juega Argentina. Desde la cama y todo tapado como envuelto en hoja de parra, tratar de sacar algo en limpio del partido. La resaca que no ayuda, la voz del relator muy excitado por un lateral mal cobrado. Lo que sea por bajar el volumen pero el control remoto está fuera de órbita, el frío acecha como para animarse a una excursión sin frazada.
Nada peor que empezar el día con un dolor que atraviesa la cabeza, será un complicado fin de semana. Mientras cabecea y lucha para que no se le cierren los ojos, resuelve que el partido le importa bastante poco y que en realidad es mejor descansar, bien merecido lo tiene por haber trabajado el día anterior y encima tener que cursar en la facultad hasta tarde. Con una sonrisa boba se queda plácidamente dormido hasta que al despatarrado zaguero central del otro equipo se le ocurre hacer un penal. El relator está como loco. Que lo merecíamos, que estábamos jugando mejor, que íbamos para adelante, que el esfuerzo tiene su premio. Casi desea que el diez de Argentina erre el penal con tal de que se calle ese tipo. Por suerte el fútbol no responde ante egoísmos matinales y el diez patea fuerte a media altura y la pone al lado del palo. Intenta un grito de gol pero un agudo puntazo en el medio de la frente lo agarra desprevenido, los párpados vuelven a cerrarse como humeantes persianas de fábrica. No tomó tanto la noche anterior como para sentirse así. Debe ser el cansancio acumulado, esto de dormir cuatro horas por noche lo está matando.
Manotea una cafia pero la deja donde estaba, prefiere esperar a que la jaqueca se vuelva insoportable para tomar alguna pastilla.
Que el objetivo cuando no da vida es guerra.
Que el adjetivo cuando no da vida mata.
Que la técnica es buena cuando no se ve.
Escribe un rato tratando de hacerlo con estos ejes entre mates y sombras.
De repente el instinto lo traiciona, agarra el teléfono y marca sin mirar el número de ella. Levanta la cabeza mientras espera que atienda y cae en la cuenta que donde solía reposar el dibujo que le había regalado ahora hay una orden de kinesiología. Entonces deja caer el tubo y corta antes que alguien conteste del otro lado. Renueva mate y por suerte lo llama su amiga Violeta para ir a caminar.
Caminan por la calle Melián bajo el sol del atardecer y una tenue sensación de bienestar se desliza sobre su espalda. Ya prácticamente no le duele la cabeza. Le comenta un cuento que leyó la semana anterior, sobre un hombre que sentado al lado de su amada le deja caer pequeñas gotas de agua tibia por la espalda, éstas recorren sus lunares hasta desembocar a la altura del coxal y resbalar acariciando la sábana que acentúa su color azul al contacto con el agua.
Violeta le sonríe y siguen hablando de cosas que no duelen(1) hasta que ella se tiene que ir.
Vuelve a casa y llega su primo.
Entre humo, Creedence, y chocolatadas calientes, el visitante le cuenta que tiene un gran proyecto para ser feliz. La noche va ganando terreno mientras lo discuten.
El primo le recomienda que no sea tan literal al escribir, sería mejor si se animara a desplegar las alas, pasa que sos medio conservador, remata. Él se enoja un poco pero comprende que no es un ataque político, no debe dejarse nublar por la paranoia de la militancia.
Las horas trascurren mansas, su primo es un incomparable compañero de tertulia. Cuando empieza a sonar Blackbird decide que es momento de irse así que le baja a abrir.
Podría invitar a salir a alguna chica o invitar amigos a cenar a su casa. Aunque también podría ver que le pasa si escribe, si escucha música tirado en el piso o si pide un chop suey y le mete mucha salsa de soja.
Podría invitar a salir a alguna chica o invitar amigos a cenar a su casa pero quizás, como dice Bartleby, preferiría no hacerlo.

* “La gente que siente mucho no crea arte sino autorreferencia estética.” (Carmen Baliero)

1 Gracias Superchería!

lunes, 14 de julio de 2008

El vendedor de cedés virgenes


La semana pasada volví a conseguir trabajo. Después de tres calurosos meses sin sueldo logré que alguien me contrate. Hacía mucho que no pasaba varias semanas sin trabajar, debo admitir que tengo una capacidad notable para conseguir empleos y una aún mayor habilidad innata para perderlos.
Cuando me echan de algún trabajo no hago despliegue del soliloquio lagrimoso como suelen hacer la mayoría de los flamantes desempleados ya que sé que conseguiré otro prontamente. En realidad, lo que más pena me da cuando eso ocurre es verme obligado a atravesar nuevamente entrevistas laborales, completar formularios y soportar tests psicofísicos que no logran descifrar mi nivel de estupidez.
El calor del último verano acentuó mi reticencia a probar suerte en entidades que requieran mucha burocracia para ingresar, así que descarté la posibilidad de un empleo público y deseché una oferta para un puesto de “tomar cortados” en una empresa de telefonía como administrativo.
Conseguí que me tomen en un local de venta de cedés vírgenes sin ningún tipo de inquisición acerca de mis antiguas actividades, creo que esa falta de interés por mis hábitos alimenticios y mi pasado al que busco olvidar hizo que me incline por esta propuesta. No estaba de ánimo para firmar ninguna clase de contrato y el dueño lo entendió así que nos pusimos de acuerdo rápidamente.
El período de ocio que precedió al nuevo trabajo había transcurrido casi sin salir del pequeño departamento que alquilo. Es que hacía mucho calor como para despegarse de los ventiladores. Siempre tuve uno sólo y hace dos meses compré otro de modo que colocados uno en cada extremo del living generan la armoniosa sensación de estar envuelto en una brisa otoñal. Creo que estoy exagerando un poco porque recuerdo días de intenso calor a pesar del eficiente sistema de refrigeración, pero bueno, debo admitir que no me gusta soslayar el éxito de mis creaciones.
Durante diciembre dormía casi todo el día y sobre todo me tiraba en el piso de baldosa fresca de la cocina a pensar, para entonces no había comprado el segundo ventilador.
En enero estuve ocupado con el ácido y cada tres o cuatro días me visitaba Mariela, una amiga de la época del secundario con la cual me paso de droga y escucho música asesina.
En febrero me cansé y me dediqué a estar sólo y a revisar mi vasta colección de películas italianas. También me obsesioné con el tema de las etiquetas. Comencé a diseñar todo tipo de etiquetas: para ropa, cajas de zapatillas, latas de conserva, etiquetas escolares y también de productos tecnológicos. Tengo más de cuarenta modelos que pienso comercializar cuando me echen de la casa de cedés vírgenes.
Los primeros días en el local fueron angustiosos. Me costó mucho memorizar donde estaban los cedés de las diferentes marcas y aplicar bien los descuentos. Es que hay diferentes criterios para aplicarlos: uno es el tradicional, por cantidad, pero después hay otro por antigüedad del cliente, un tercero de acuerdo a la época del año y el proveedor que esté a cargo y después hay un margen para aplicar descuentos con arbitrariedad pero todavía el jefe no me habilitó para usarlos. Sólo vas a poder después del año de trabajo me comentó el jefe por lo bajo. No se lo dije para no desanimarlo pero la verdad no me interesan demasiado, como si regalar descuentos para cedés vírgenes fuera una efectiva forma de seducir chicas.
Con el correr de los días el trabajo se hizo más entretenido de lo que uno podría llegar a pensar. El único momento detestable es por la mañana cuando llega el proveedor y tengo que descargar las pilas de cajas. El resto del tiempo lo reparto leyendo el diario, atendiendo clientes, escuchando la radio y sobre todo inspeccionando los reveses de los cdés que tienen diferentes colores y rayas. Me quedo largo minutos observando como la luz se refleja en los mismos y genera curiosos efectos ópticos. Esa labor contemplativa me ayuda a pensar, a pensar en la vida y en cómo quiero seguir.
Tan solo 5 cuadras me separan del local y todos los días transito las mismas cuadras sin alterar en lo más mínimo el recorrido. No puedo dejar de pasar por la entrada de la parroquia que queda en la esquina del local, no logro despegar mi mirada de los dos sujetos que piden limosna tumbados sobre las escalinatas.
Se trata de una vieja de verrugas gigantes y olor nauseabundo que está vestida con harapos negros y de un hombre de cráneo hundido que usa una prolija camisa y jean. Este último es quien genera un efecto de atracción sobre mí. Hay algo en su rostro destruido pero templado, en su camisa limpia y sus zapatos lustrados, en su sonrisa sin dientes y en su despreocupada desolación. Tengo necesidad de conversar con él. Tengo ganas de escucharlo hablar.

sábado, 5 de julio de 2008

Puentes entre Literatura y Política

Puentes entre Literatura y Política.
Aproximaciones desde una Argentina Latinoamericana.

http://literaturaypolitica.blogspot.com/

El futuro de las Aspiradoras

J no había terminado de abrir los ojos cuando escuchó el incesante ruido de la aspiradora que se acercaba hacia la puerta de su cuarto y chocaba contra la misma buscando derribarla. Decidió taparse con la sábana hasta la cabeza y fruncir el entrecejo como haciendo fuerza para detener aquel infame sonido. Unos minutos después el ruido cesó y recién entonces se destapó y ejecutó algunas maniobras para desperezarse. Luego caminó a tientas al baño para lavarse la cara. Eran cerca de las doce del mediodía de un día de semana cualquiera. Promediaba junio y el sol fresco se filtraba por las rendijas de las persianas.
La noche anterior había sido interminable. Alrededor de las nueve se juntó con M a buscar la producción de nachtkes. Diez y media iniciaron el recorrido por la zona sur pero se vieron obligados a interrumpirlo cuando sólo habían hecho un par de entregas. La moto se ahogaba. De nuevo los malditos engranajes pensó J. Por suerte traigo un par en mi saco sonrió M. Tardaron un largo rato, nunca se daban cuenta cómo colocarlos ni para qué lado enroscarlos. Recién a las 4 estaba cada uno en su casa pudiendo disfrutar del nachtke que se habían reservado y con el calor de las casas que contrastaba con la hostil brisa del amanecer. La cosecha de sólo 300 tarjetas no los había dejado muy contentos. Solo serviría para dos semanas de nacthkes y un par de tragos en la semana, quizás para que J le pagase a su ex novia una entrada al cine virtual.
Mientras se lavaba los dientes observó que tenía el cuerpo raspado y con moretones pero todavía no le dolía. En un par de horas cuando finalizase el efecto residual del nachtke la iba a pasar mal. No recordaba haberse caído muchas veces de la moto la noche anterior como para estar tan golpeado. Le preocupó su escaso registro del dolor.
Dejó atrás el baño y de nuevo escuchó el atormentador ruido de la aspiradora. Le recordó al de la vieja moto con la cual había sido tiroteado por los agentes de seguridad el año anterior. Caminó con rapidez hacia la cocina, empujó a la sirvienta y apagó la aspiradora con el control remoto. Era inaceptable que rozando el siglo XXII la aspiradora continuara haciendo tanto ruido. La sirvienta se marchó sumisa a lavar la ropa y J se adueñó de la cocina. Jugo, los comprimidos de pastillas y proteínas en ración doble y más jugo. Pero no lo disfrutó, la aspiradora lo arruinaba todo.
No era la primera vez que le ocurría, con qué derecho la tecnología avasallaba el derecho del hombre a la armonía matinal. J sonrió con el aplomo propio de quien logra usar eficientemente las metáforas.
La sirvienta había reactivado la aspiradora, la escuchaba amagando con entrar a la cocina y de repente lo vio. Se le debía haber caído la noche anterior cuando entró apurado a la casa. El nachtke yacía reluciente y seductor. El tubo de la aspiradora lo rodeaba lentamente y se relamía. J se paró y aceleró el paso hacia la derecha. Sin embargo la aspiradora se anticipó y con un sutil zarpazo fagocitó al nachtke haciéndolo desaparecer.
J estaba furioso. Se acercó a la sirvienta y la pateó. Desconectó la aspiradora, fue hacia su cuarto y se visitó con violencia.
Salió a la calle, combinó tres líneas de subterráneos y llegó a la zona industrial en las afueras de la ciudad. Iría hablar con los chinos, había oído que eran ellos quienes fabricaban los productos tecnológicos, ya lo iban a escuchar a él esos amarillos malolientes.
El complejo estaba atravesado por un largo y estrecho corredor de unos quinientos metros, a los costados estaban los altos portones de las empresas. Los operarios entraban por los techos mediante el transporte semi-aéreo que suministraban las mismas empresas para sus trabajadores.
J arrojó piedras sobre la primer puerta y como era de esperar salió un oriental a pedir que no tirase elementos contundentes, que iba a romper la entrada. J le preguntó si él era el hijo de puta que fabricaba aspiradoras. El oriental respondió que no que ellos se ocupaban de la industrialización de transportadores, que había una promoción de que por sólo 3000 tarjetas te hacían un préstamo por un año pero que por favor dejara de lanzar cascotes.
J agradeció la oferta pero respondió que por ahora no necesitaba transportadores, que había comprado una moto hacía poco y que funcionaba bastante bien aunque a veces se le rompían los engranajes.
Mientras buscaba el acceso a otro predio observó como tres karatecas le obstruían el paso. Los karatecas a unísono afirmaron trabajar para las empresas productoras de alta tecnología e invitaron a J a retirarse del complejo industrial si no quería sufrir quebraduras de huesos.
J recordó que aún tenía en el bolsillo 5 nachtkes, ofreció 4 de ellos y los karatecas accedieron a que J siga circulando.
Se dirigió entonces a la segunda puerta y esta vez prefirió tocar el timbre, no soportaría a otro chino enojado ni karatecas castigadores.
Le abrieron y pronto comprendió que estaba en el lugar indicado. Vaya efectividad, tenía pensado tardar horas hasta encontrar el lugar indicado. Era allí donde fabricaban las aspiradoras, era en ese sombrío edificio donde se cocía a fuego lento la insoportable maldición de las aspiradoras ruidosas. Un tibio sudor comenzó a recorrerle la nuca. Necesitaba el nachtke. Palpó su bolsillo derecho y lo sacó dejándolo deslizar por debajo de su lengua. Mientras se acercaba al mostrador donde lo esperaba una secretaria que no era china J iba cobrando fuerza. Ahora sí estaba dispuesto a todo.

miércoles, 21 de mayo de 2008

lunes, 12 de mayo de 2008

Tarde de Martes


Escucháme, miráme. Te pido que me mires. Que me escuches. No me podés mirar, no querés escucharme! La chica le grita a el chico.
Están sentados en la calle, en la escalera de entrada a un edificio. El pesado olor de una lluvia que se avecina se mezcla con el de las frutas podridas de la verdulería que está a unos metros pero de la mano de enfrente.
Ella grita y llora. Tiene seguramente menos de veinticinco años, es bastante linda y lleva puesto uno de esos ambos turquesas que usan los médicos. Está visiblemente arrugado y la parte de atrás está cubierta por manchas blancas de todos los tamaños.
Por qué no me mirás, por qué no me escuchás. No me mirás hasta que te lo muestro, no puede ser. No mires al costado, fijo, fijo mírame fijo , escucháme por Dios.
Ella intenta abrazarlo, él se resiste, baja la mirada, comienza a llorar más fuerte y gime. Se pone de pie y usando las manos como remos intenta secarse las lágrimas, lo logra por un instante pero a los pocos segundos una nueva catarata de llanto aflora. Tiene los ojos cansados y toda la pintura corrida. El escote del ambo deja entrever unos raspones.
La calle está muy tranquila, sólo una anciana espera el colectivo en la esquina. Los mira con curiosidad, intrigada por los ademanes y gritos de la chica.
Él se mantiene sin pronunciar palabra, con la mirada perdida, como acostumbrado a este tipo de situaciones. Parece aún más joven que ella. Tiene algo de acné en los cachetes y lleva pelo largo atado con una colita. Viste pantalones anchos y una cadena bastante gruesa a modo de collar.
Ella se toma el pelo como planchándolo. De repente se agacha con rapidez y lo besa con violencia, él responde al beso y la toma fuertemente del pelo, ella no da señales de dolor pero al rato se suelta y aleja la cara unos instantes, luego vuelve a la carga y lo vuelve a besar, él se excita. Trata de tocarle una teta, ella ni se percata. Ya decidió.
Palpa su bolsillo izquierdo y lo siente, esta vez no se lo va a mostrar. Lo extrae con los ojos cerrados, él le está mordiendo los labios.
Se lo clava a la altura de las costillas, siente el impacto de los chorros de sangre tibia sobre su ambo, sólo después escucha su alarido de dolor.

martes, 6 de mayo de 2008

Música enferma

Era una manoseada noche de sábado en la que terminé sin ningún programa. Algo desencantado abrí una latita de cerveza y comencé a buscar un disco que hacía mucho que no escuchaba. Después de un media hora lo encontré: estaba en el medio de un pila de esas revistas que vienen los fines de semana con los diarios importantes. Le pasé un trapo húmedo a la caja llena de polvo, luego la abrí cuidadosamente con la misma incertidumbre que uno siente cuando se va a encontrar a tomar algo con un amor que hace mucho que no ve.
Coloqué suavemente el disco en el reproductor y con los ojos cerrados me dejé caer en el sillón. Cuando el primer tema comenzó a sonar me di cuenta que algo andaba mal; a la altura del cuarto tema ya tenía la certeza de que el disco se había enfermado. No estaba rallado ni saltaba pero estaba enfermo. Cuando se lo comenté por teléfono a mi amiga Laura al otro día, me dijo que yo estaba delirando, que los discos no se enfermaban, que cómo podía decir una cosa semejante, luego cambiamos de tema y al final de la conversación volvió a arremeter aunque con un tono más conciliador. Que los discos no se enferman, que quizás era el paso del tiempo, que yo había cambiado, que discos que antes nos gustaban después nos parecen insípidos( sí usó la palabra insípido, los discos no se enferman pero resulta que pueden ser insípidos) y cerró la conversación preguntándome si no me interesaba el contacto de un lacaniano bastante bueno que había dejado muy contenta a su media hermana.
Esa misma noche me sentía caído y estornudaba sin cesar. Estaba aburrido así que probé nuevamente a ver qué ocurría si escuchaba el disco. Comenzó a dolerme la sien, me sentía cada vez peor, tanto que me tomé la temperatura y marcaba treinta y ocho. Yo también estaba a esa altura enfermo, pero era el disco, pero era aquella música, esas canciones las que nunca se iban a curar, las que tenían un cáncer terminal.

martes, 1 de abril de 2008

sábado, 9 de febrero de 2008

Genocidio sostenido


Quila Quina es un paraje que queda cerca de San martín de los Andes sobre el lago Lacar, allí subsiste una comunidad mapuche No existe registro exacto que determine cuándo exactamente estos aborígenes llegaron a esta zona (lo hicieron desde el otro lado de la cordillera, empujados por los españoles–, pero la historia cuenta que vivían junto al lago Lácar donde ahora está el pueblo de San Martín hasta que en 1898 fueron expulsados por Rudesindo Roca –hermano de Julio Argentino- ante quien decidieron negociar en vez de combatir dada la inferioridad de fuerzas guerreras)
El artículo de un diario menciona la comunidad de Quila Quina y dice: ...” Los mapuches ahora viven de cortar leña –los guardaparques les señalan qué árboles pueden talar–, crían chivos, se emplean en el pueblo para realizar trabajos manuales, cultivan algunas verduras y ahora también comienzan a dedicarse un poco al turismo”...
Lo cierto es que caminando por la zona solamente se ven turistas de altísimo poder adquisitivo que van a pasar el día allí y algún que otro mochilero en carpa. Justamente para acceder al camping agreste es preciso ingresar en la reserva(gueto) y allí sí hay un mapuche de cara dibujada por las arrugas que solo logra articular alguna palabra en castellano invitándonos a pagar un peso por el acceso. Probablemente sea esta la dedicación mapuche al turismo que indica el artículo.
En Villa la Angostura, centro turístico al cual acude la reina de Holanda y donde un sándwich de milanesa sale 18 pesos, hay otra comunidad mapuche. Cobran 3 pesos para acceder a la reserva y conocer la cascada de Inacayal.
En un sur argentino con precios europeos los mapuches siguen cobrando como en el “unoauno”, nadie les sugiere exigir un poco más por esa suerte de peaje. Quién les va a avisar si los dirigentes provinciales actúan como discípulos obsecuentes del roquismo dificultando el acceso a las escuelas, sacando leyes para facilitar su desalojo y enviando a la fuerza pública para obligarlos a abandonar sus tierras.
Los mapuches que según muchos suplementos diarios de alta difusión se dedican alegremente al turismo, crían chivos y cultivan verdura , en realidad sufren el acoso y la intimidación diaria para que dejen sus hectáreas urgentemente. Es que han sido vendidas por las inmobiliarias a grandes magnates internacionales o a figuras como Manu Ginobilli.
Un soplo de aire fresco significa la ley nacional 23 302 del 2006 que viene a cubrir la promesa que había inaugurado el 75 inciso 17 de la Constitución de 1994 ” Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos”. Dicha ley fomenta la adjudicación de tierras, planes de educación y protección cultural para las comunidades indígenas. El problema es que resulta inaplicable en un contexto en el que gran parte del poder institucional provincial está en contra.
Argentina ha dado un gran salto en los últimos años al esbozar una fuerte autocrítica acerca del rol del Estado y la sociedad civil en el genocidio de 30000 compañeros desaparecidos en la década del setenta . Es preciso también ir más atrás y ser conscientes que nuestro país tiene sus pilares en un genocidio planeado, organizado con sustento teorico-politico -religioso y ejecutado a sangre fría.
Es nuestro deber como habitantes y sobre todo de la clase política y los operadores jurídicos contribuir a la protección y desarrollo de los pueblos indígenas como marca la letra clara pero todavía salpicada con sangre del 75.17 de la Ley Suprema.