miércoles, 8 de agosto de 2007

Una cuestión gestual

El hombre que lo contrató, un tal Hugo, le grita y por segunda vez en lo que va del día se ve obligado a desviar sus ojos hacia un costado y dejar perder la mirada. Si los amigos del pueblo lo vieran perdiendo así la mirada no lo creerían. Lo sentirían como una suerte de traición o atentado a ellos mismos.
Justo él, que había nacido para mandar y conducir ahora se limitaba a perder sin rumbo la mirada. No agachaba la cabeza, no hacía ostensible su resignación y sensación de fracaso. Se trataba de un pequeño gesto. Casi imperceptible. Aún así los muchachos de la barra lo hubieran notado al instante. Por suerte ellos estaban lejos, sólo sabían que su referente había partido, que estaba en Buenos Aires triunfando; habían llegado algunas versiones que indicaban que ya era gerente en una empresa; la mayoría lo imaginaban de saco y corbata tomando café en pintorescos bares de la calle Corrientes y cortejando a bonitas damas vestidas con finos tapados de piel.
Como siempre que se fracasa, las cosas no habían salido de acuerdo a lo planeado. Es difícil que alguien planee el fracaso. No es que no pueda ocurrir pero no es frecuente. De todas maneras este no era el caso.
La idea de vender los preparados de miel y avena que tan bien habían funcionado en el pueblo no tuvo el éxito previsto. En tres meses, sólo se vendieron cinco frascos, eso sin contar que uno fue devuelto porque la señora se lo había confundido con un producto de propóleos que auspiciaban en la radio. Rápidamente escaseó el dinero para el alquiler de la oficina, hubo que despedir al bueno de José y él se encontró sin nada ni nadie en el medio de una ciudad ajena y reacia.
Pateó calles y avenidas en busca de algún guiño de la suerte. Creyó encontrarlo en un bar tristón de la Avenida Santa Fe a la altura de Plaza Italia. Ella era una bella joven de largos cabellos enrulados y busto prominente. Fue demasiado tarde cuando se dio cuenta de que se trataba de una prostituta. Lo suficientemente tarde como para no tener más remedio que entregarle a esta mujer sus últimos billetes en aquel sucio hotel sin mesitas de luz y de colchón ruidoso.
Tan desconsolado lo vio la prostituta que le preguntó qué le pasaba. _ estoy sin trabajo, no tengo nada y me acabo de quedar sin plata, le explicó de un saque, como escupiendo una frase que se había aprendido de memoria. Se sintió aliviado de poder contarle a alguien lo desdichado que se sentía. Poco quedaba de su alguna vez inconmovible suficiencia. Los pesares y las trampas de la ciudad le habían devorado el orgullo como pirañas mal alimentadas.
Fue por recomendación de ella que fue a ver al tal Hugo quien lo contrató para vender los encendedores truchos. Es este tal Hugo el que le grita y ante quien él deja perder su mirada.
Estos días se lo puede ver por la zona de Pompeya recorriendo las calles en la búsqueda incansable de algún comprador.
A veces vende bastantes. En las ciudades los encendedores son mucho mejor negocio que los preparados de miel y avena.

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