martes, 6 de mayo de 2008

Música enferma

Era una manoseada noche de sábado en la que terminé sin ningún programa. Algo desencantado abrí una latita de cerveza y comencé a buscar un disco que hacía mucho que no escuchaba. Después de un media hora lo encontré: estaba en el medio de un pila de esas revistas que vienen los fines de semana con los diarios importantes. Le pasé un trapo húmedo a la caja llena de polvo, luego la abrí cuidadosamente con la misma incertidumbre que uno siente cuando se va a encontrar a tomar algo con un amor que hace mucho que no ve.
Coloqué suavemente el disco en el reproductor y con los ojos cerrados me dejé caer en el sillón. Cuando el primer tema comenzó a sonar me di cuenta que algo andaba mal; a la altura del cuarto tema ya tenía la certeza de que el disco se había enfermado. No estaba rallado ni saltaba pero estaba enfermo. Cuando se lo comenté por teléfono a mi amiga Laura al otro día, me dijo que yo estaba delirando, que los discos no se enfermaban, que cómo podía decir una cosa semejante, luego cambiamos de tema y al final de la conversación volvió a arremeter aunque con un tono más conciliador. Que los discos no se enferman, que quizás era el paso del tiempo, que yo había cambiado, que discos que antes nos gustaban después nos parecen insípidos( sí usó la palabra insípido, los discos no se enferman pero resulta que pueden ser insípidos) y cerró la conversación preguntándome si no me interesaba el contacto de un lacaniano bastante bueno que había dejado muy contenta a su media hermana.
Esa misma noche me sentía caído y estornudaba sin cesar. Estaba aburrido así que probé nuevamente a ver qué ocurría si escuchaba el disco. Comenzó a dolerme la sien, me sentía cada vez peor, tanto que me tomé la temperatura y marcaba treinta y ocho. Yo también estaba a esa altura enfermo, pero era el disco, pero era aquella música, esas canciones las que nunca se iban a curar, las que tenían un cáncer terminal.

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