
En la avenida Triunvirato por ejemplo, la mayoría de los comerciantes sostenían que se trataba de una suerte de brazo de la iglesia pentecostal peleado con la dirigencia y que había sido proscripto. El argumento era que integrantes de este sector había boicoteado numerosas misas. El modus operandi: los muchachos se dispersaban entre el público dominical y comenzaban a hacer gestos obscenos al cura que progresivamente perdía la paciencia. Estornudaban fuerte y tiraban bollos de papel a los asistentes. Alcanzaban el climax cuando lograban retener al pianista. Incluso podían llegar a amordazarlo si éste se resistía permitiendo así que uno del grupo lo reemplace sentándose en el órgano. El impostor comenzaba prolijo y luego iba dispersándose hasta terminar tocando canciones de cancha. Personalmente nunca me convenció demasiado esta hipótesis, sobre todo porque las pintadas de los locos de Chorroarín( las había por todo el barrio) no tenían ninguna señal religiosa, ni siquiera en el sentido contestario- antieclesiásitico, sino que más bien parecían dibujitos de una banda punk rock o alguna corriente anarquista.
Mi familia, en cambio, estaba más cercana a la idea que se manejaba de Combatientes de Malvinas para arriba. Los locos de Chorroarín habían estado en la sección de enfermos psiquiátricos del Tornú por largos años hasta que organizaron una fuga y lograron escapar. Una vez reinsertados en la vida social se organizaron en este grupo para seguir en contacto, darse contención y compartir experiencias. El punto fuerte de esta teoría es que explicaba a la perfección el tema del nombre “Los locos” porque se habían escapado del psiquiátrico y “ de Chorroarín” porque el Hospital Tornú justamente queda en Chorroarín entre Avalos y Combatientes de Malvinas. Sin embargo, el problema residía en que dicho mote era un invento de los vecinos del barrio y no se trataba del nombre que se daba el grupo a sí mismo, que era un simple, “Los de Chorroarín”, porque según explicaban ellos en panfletos y pintadas, se reunían cada quince días en algún punto que siempre variaba de la calle Chorroarín. Entonces si el término “los locos de Chorroarín” era una construcción de los vecinos, pues la teoría tranquilamente podía ser una lucubración prejuiciosa constituida para reforzar la mentira. Si el hombre mancha con la mirada, los vecinos directamente revolean frascos de tinta en el medio de la cara.
Por último el sector más reaccionario de los vecinos aseguraba que no eran otra cosa que un peligroso grupo de comunistas y drogadictos que ponían en peligro la integridad moral del barrio. Durante un momento este argumento caló bastante hondo y hasta estos vecinos se animaron a hacer una tirada de afiches atacando a los locos con el lema de “ no queremos pedófilos ni anarquía en Villa Urquiza”. Con el paso del tiempo estos vecinos comenzaron a acusar de comunistas y drogadictos a casi todo los habitantes de la zona, así que esta postura sufrió un retroceso sustancial.
En el tiempo en que se discutía este asunto, yo probaba suerte cursando mi primer año en la facultad de veterinaria y comenzaba mi derrotero de indefiniciones vocacionales. Había elegido esa carrera porque la facultad quedaba cerca de casa. Lo que sí me gustaba un poco era el cine y había tejido una tenue amistad con un grupo de estudiantes que hacían documentales, o por lo menos habían hecho uno sobre “chistes de gallegos en Argentina”. Yo les comenté de la existencia de “Los locos de Chorroarìn” y los muchachos se interesaron, un poco porque la idea les pareció buena y otro porque no tenían otro proyecto.
Así fue que recorrimos Chorroarín de par a par durante largas noches tratando de localizar el punto de reunión de estos tipos. Claro que era difícil dar con el lugar ya que lo único que sabíamos era que se juntaban cada quince días detrás de alguna puerta sobre esta calle. El fracaso fue contundente y sólo una casualidad nos sacó de perdedores. Un día mientras esperaba el colectivo para volver de la facultad y pensaba cuánto tardaría en dejar la carrera, llegó a la parada la persona más gorda que haya visto jamás. El tipo era infinito y barbudo. Usaba ropa manchada y un gorro de lana negro. Como el bondi tardaba entramos a putear juntos y terminamos hablando de nuestras vidas. Me dijo que se llamaba “Bob, El Enojado” y que era parte de “Los locos de Chorroarín”. Su apodo estaba bien, no paraba de insultar y despotricar contra todo: el colectivo, las líneas de colectivos en general, el colectivero, su familia, la institución familia y la Iglesia. La cuestión es que le conté a “Bob, El Enojado” nuestra idea del documental y si bien me contestó que a qué clase de loco se le ocurría hacer una película sobre ellos, me pasó el lugar de la próxima reunión y nos invitó a presenciarla. Así fue que diez días después estábamos junto a Nico y Gafas, dos de los chicos de cine, en un garaje a la altura de la calle Morlote. El lugar daba la impresión de un improvisado teatro. Había un sector con el piso elevado que funcionaba a modo de escenario y cuatro filas de sillas. “Bob, el Enojado” nos recibió amablemente, se notaba que era uno de los líderes del grupo o algo así porque obligó a todos a saludarnos y le pidió a un tipo de barba gris igual a Marx que nos trajera algo para tomar.
Los locos hablaban entre ellos animadamente y nadie nos prestaba demasiada atención. Permanecimos en las sillas sin hablar, tomando el vaso de soda que nos habían hecho llegar. Todavía no nos animábamos a filmar. Había un viejo radiograbador en el piso que despedía unos tangos distorsionados. Para romper el hielo le pregunté a una señora con peluca qué era lo que estaban escuchando. “Es parecido a Goyeneche pero no es Goyeneche”, me respondió sonriendo. Agregó: “voy a repasar mi número después hablamos”. Así que había números. No era una reunión social sino más bien una cuestión artística la de “los locos de Chorroarin” ¿ Al final no serían un grupo teatral de vanguardia ?
El tipo igual a Marx se acercó y nos advirtió que no nos perdamos por nada del mundo su número, que hoy había preparado algo especial. La señora con peluca lo interrumpió: está loco, no le lleven el apunte, cree que es Niesztche”. El tipo la miró enojado pero no dijo nada y se fue a bajar el volumen del radiograbador.
Después de un buen rato, todos tomaron sus asientos y un presentador gritón de saco y corbata pero descalzo anunció el inicio del show. Hizo una larga perorata sobre grandes y chicos, damas y caballeros, chocolate en rama y en barra fallando uno a uno en sus intentos de ser gracioso. Por fin cerró su introducción con un fuerte: “Demos la bienvenida el crédito local, al amado por todos: Bob, El Enooojadoooo”.
Bob, el Enojado se acercó pesadamente al escenario, pues le era difícil atravesar el pasillo sin golpearse con las sillas. Una vez arriba se burló del presentador y le recomendó que en vez de usar galera se pusiera zapatos como la gente. El presentador le advirtió que iba en contra de las reglas ser agresivo con las autoridades, cosa que Bob pareció aceptar porque bajó la mirada y rápidamente cambió el eje de su discurso pasando a criticar e insultar a los empleados bancarios. El presentador, aliviado, se sentó a un costado del escenario y encendió un cigarrillo. El monólogo de Bob era coherente por momentos y por otros decaía lo que era contrarrestado con algún insulto e incluso con alguna intervención del público, como la de una chica muy linda sentada al fondo que gritó: ¡vamos Bob que estás para salir en la radio !
De repente, el presentador cortó en seco a Bob y anunció que habían pasado los diez minutos de Bob El Enojado y lo despidió pidiendo un aplauso grande tanto para él como para la siguiente participante que era Claudia, La Bailarina Licuadora.
Si Bob ya me había sorprendido, esto era demasiado. En ese momento Gafas no se contuvo más: sacó la cámara y empezó a filmar. Sobre el escenario Claudia patinaba de un lado a otro sin parar. Tenía un pantalón corto desteñido y usaba dos jugueras sujetadas a modo de corpiño. Desde el fondo un rubiecito vestido como Rod Stewart con chalequito y todo comenzó a lanzarle frutas y ella las iba atrapando, descascando y exprimiendo en las jugueras que tenía de corpiño. El escenario empezó a mojarse y a llenarse de pulpa de fruta. Se volvió tan resbaloso que la bailarina terminó cayendo unos segundos antes que el locutor interrumpiera anunciando que habían pasado sus diez minutos.
El presentador prefirió no arriesgarse a una patinada y presentó el próximo número desde el costado. Así introdujo al músico permanente, el gran Ramiro. Este no era otro que el rubiecito vestido y peinado como Rod Stewart acompañado de un mendigo. El tipo que era igual a Marx gritaba desde el fondo que en realidad le tocaba a él hacer su número, pero nadie lo escuchaba.
Se subieron al escenario y Ramiro empezó a cantar un viejo tema de Joy Division mientras el mendigo hacía una espantosa coreografía de fondo. Nos miramos con Nico y Gafas, apenas pudiendo contener la risa. Ramiro desafinaba a más no poder pero tanto él como su bailarín estaban compenetrados en el número. Una vez que terminaron, el mendigo se acercó al micrófono y se quejó por la mala iluminación que impidió que se pudiera apreciar su paso baile. Miró con desprecio a Claudia la Bailarina-Licuadora y agregó: “ aparte hay jugo de naranja en el piso”. Al mismo tiempo Nico me dijo al oído: “ esto es una catarsis artística ,boludo, están todos locos”
Ramiro se sacó el chaleco y se lo colocó dulcemente al mendigo por encima de su remera agrietada. Caminaron lentamente y se sentaron al lado nuestro. La chica linda del fondo aplaudía a rabiar y el mendigo le tiraba besos que ella respondía con grititos agudos, como si fuera una fanática de Los Beatles reaccionando ante un saludo de Lennon en la primera gira por Estados Unidos.
La chica se paró y se acercó a saludar, abrazó al mendigo y este la agarró con tanta fuerza que Ramiro los separó para evitar que muriese asfixiada. Cuando consiguió despegarlos la empezó a besar, lo que molestó al mendigo quien le tiró fuertemente del pelo desarmándole por completo el look. Entonces se trenzaron en una fuerte pelea a golpes de puño y patadas que muchas veces, desviadas terminaban tirando las sillas. Varios trataban de separar mientra la chica se acercaba a la cámara de Gafas para declarar: ” se pelean, por mí, por Miriam, La Magnífica” Gafas trató de que diga algo más, era la toma del documental, pero se marchó a un costado a disfrutar de la batalla campal celebrada en su nombre. ” ¡Por favor, manga de enfermos, paren un poco!, gritaba el presentador “¡paren por el amor del reino de dios! ”. La frase tuvo un efecto, aunque no el deseado. _“¿Por qué nos dijiste manga de enfermos? Justo vos fracasado”, gritó Ramiro mientras soltaba las manos que tenía incrustadas en el cuello del mendigo. A partir de allí todo se volvió aún más confuso: Ramiro, el presentador y el mendigo protagonizaban una batahola y había otros actores que intervenían accesoriamente empujando o separando. No se alcanzaba a entender. Recién entonces Nico y yo nos metimos a separar mientras Gafas seguía filmando, pero rápidamente recibimos upercaps incisivos y salimos del epicentro. El tipo igual a Marx era el único que permanecía sentado. En un momento lo escuché de fondo preguntándonos si no nos interesaba ver el número que había preparado especialmente para la fecha.
Pasó como media hora hasta que los ánimos se aquietaron y los locos comenzaron a dejar el garage de la calle Morlote. Muchos estaban transpirados y cansados por la trifulca final, otros se lamentaban por no haber podido terminar la reunión. Pero nadie parecía preocupado en serio. En quince días en algún otro lugar de la calle Chorrarín se encontrarían para compartir un nuevo encuentro. Preguntamos dónde sería pero todos respondieron que aún no se sabía.
El documental sobre “Los locos de Chorrarín” nunca salió a la luz porque la cinta que había llevado Gafas aquel día estaba dañada y no se había grabado Por eso es que hoy, muchos años después, cuando ya nadie se pregunta por “Los Locos de Chorroarin” escribo estas líneas. Nunca más logré dar con “Bob, el Enojado” ni con el tipo que era igual a Marx. Una vez creí ver a Ramiro en los pasillos de la facultad de veterinaria pero, desapareció antes que pueda preguntarle algo.