lunes, 14 de julio de 2008

El vendedor de cedés virgenes


La semana pasada volví a conseguir trabajo. Después de tres calurosos meses sin sueldo logré que alguien me contrate. Hacía mucho que no pasaba varias semanas sin trabajar, debo admitir que tengo una capacidad notable para conseguir empleos y una aún mayor habilidad innata para perderlos.
Cuando me echan de algún trabajo no hago despliegue del soliloquio lagrimoso como suelen hacer la mayoría de los flamantes desempleados ya que sé que conseguiré otro prontamente. En realidad, lo que más pena me da cuando eso ocurre es verme obligado a atravesar nuevamente entrevistas laborales, completar formularios y soportar tests psicofísicos que no logran descifrar mi nivel de estupidez.
El calor del último verano acentuó mi reticencia a probar suerte en entidades que requieran mucha burocracia para ingresar, así que descarté la posibilidad de un empleo público y deseché una oferta para un puesto de “tomar cortados” en una empresa de telefonía como administrativo.
Conseguí que me tomen en un local de venta de cedés vírgenes sin ningún tipo de inquisición acerca de mis antiguas actividades, creo que esa falta de interés por mis hábitos alimenticios y mi pasado al que busco olvidar hizo que me incline por esta propuesta. No estaba de ánimo para firmar ninguna clase de contrato y el dueño lo entendió así que nos pusimos de acuerdo rápidamente.
El período de ocio que precedió al nuevo trabajo había transcurrido casi sin salir del pequeño departamento que alquilo. Es que hacía mucho calor como para despegarse de los ventiladores. Siempre tuve uno sólo y hace dos meses compré otro de modo que colocados uno en cada extremo del living generan la armoniosa sensación de estar envuelto en una brisa otoñal. Creo que estoy exagerando un poco porque recuerdo días de intenso calor a pesar del eficiente sistema de refrigeración, pero bueno, debo admitir que no me gusta soslayar el éxito de mis creaciones.
Durante diciembre dormía casi todo el día y sobre todo me tiraba en el piso de baldosa fresca de la cocina a pensar, para entonces no había comprado el segundo ventilador.
En enero estuve ocupado con el ácido y cada tres o cuatro días me visitaba Mariela, una amiga de la época del secundario con la cual me paso de droga y escucho música asesina.
En febrero me cansé y me dediqué a estar sólo y a revisar mi vasta colección de películas italianas. También me obsesioné con el tema de las etiquetas. Comencé a diseñar todo tipo de etiquetas: para ropa, cajas de zapatillas, latas de conserva, etiquetas escolares y también de productos tecnológicos. Tengo más de cuarenta modelos que pienso comercializar cuando me echen de la casa de cedés vírgenes.
Los primeros días en el local fueron angustiosos. Me costó mucho memorizar donde estaban los cedés de las diferentes marcas y aplicar bien los descuentos. Es que hay diferentes criterios para aplicarlos: uno es el tradicional, por cantidad, pero después hay otro por antigüedad del cliente, un tercero de acuerdo a la época del año y el proveedor que esté a cargo y después hay un margen para aplicar descuentos con arbitrariedad pero todavía el jefe no me habilitó para usarlos. Sólo vas a poder después del año de trabajo me comentó el jefe por lo bajo. No se lo dije para no desanimarlo pero la verdad no me interesan demasiado, como si regalar descuentos para cedés vírgenes fuera una efectiva forma de seducir chicas.
Con el correr de los días el trabajo se hizo más entretenido de lo que uno podría llegar a pensar. El único momento detestable es por la mañana cuando llega el proveedor y tengo que descargar las pilas de cajas. El resto del tiempo lo reparto leyendo el diario, atendiendo clientes, escuchando la radio y sobre todo inspeccionando los reveses de los cdés que tienen diferentes colores y rayas. Me quedo largo minutos observando como la luz se refleja en los mismos y genera curiosos efectos ópticos. Esa labor contemplativa me ayuda a pensar, a pensar en la vida y en cómo quiero seguir.
Tan solo 5 cuadras me separan del local y todos los días transito las mismas cuadras sin alterar en lo más mínimo el recorrido. No puedo dejar de pasar por la entrada de la parroquia que queda en la esquina del local, no logro despegar mi mirada de los dos sujetos que piden limosna tumbados sobre las escalinatas.
Se trata de una vieja de verrugas gigantes y olor nauseabundo que está vestida con harapos negros y de un hombre de cráneo hundido que usa una prolija camisa y jean. Este último es quien genera un efecto de atracción sobre mí. Hay algo en su rostro destruido pero templado, en su camisa limpia y sus zapatos lustrados, en su sonrisa sin dientes y en su despreocupada desolación. Tengo necesidad de conversar con él. Tengo ganas de escucharlo hablar.

4 comentarios:

macanudas* dijo...

Tomi, wow!
La última vez que cambié más de 100palabras con vos, teniamos unos 11 años..
Y ahora te veo -leo- tan grande. Y sin embargo ese nene que vuelvo a escuchar que se escapa entre tus palabras, me hace sentir, que "eso de uno" -que algunos optan por llamar escencia- ignora el paso de los años.
Me gusta leerte porque hay una especie de transporte a ese mundo más alla que habita este, que en este caso son mis años de pequeña.
Mientras te leo disfruto y me lleno de dudas intentando descifrar cuanto hay de verdad. Y estoy segura que todo.

Un gusto sr.
Besos por alli.

Maggi

Anónimo dijo...

que loco
yo tambien siempre, díatrasdía, veo la misma mujer que vive en una esquina a la vuelta de casa...
y también me genera mucha curiosidad, ganas de hablarle...

en fin
muy interesante tu relato,
me gusto mucho!

Tomás dijo...

bueno anónimo me alegra que te haya gustado.
sos capaz de revelar quien sos?
saludos y gracias

Anónimo dijo...

ja si hola, soy pu,
una amiga de las macanudas*

antes tenia un blog pero ahora lo cerré por un rato y me dedico a leeeeeeeeeer y leerrrrrrr todo lo que encuentro

como esto, que me gustó y por eso comenté

y volveré!