lunes, 31 de diciembre de 2007

La noche buena en la que Papa Noel se hartó

Llegó una noche buena en la que Papá Noel se hartó.
Como cada año inició el recorrido a eso de las ocho de la noche. Eran casi cuatro horas de andar caminando la ciudad repartiendo regalos. Resultaba ser un trabajo agotador, sobre todo la parte de saltar las verjas de las casas o trepar hasta los balcones de los rascacielos.
Aquel año le había tocado una zona céntrica repleta de altos edificios con múltiples departamentos lo que tornaba la labor mucho más dificultosa. Todos los Papás Noeles preferían las zonas alejadas del centro ya que en ellas sólo había casas bajas y la tarea era mucho más amena y descansada. Si bien hacía unos años el sindicato había acordado una comisión extra por edificio de más de 10 pisos, la suma no alcanzaba a justificar semejante desgaste.
Sospechó que le había tocado una zona tan difícil como una suerte de reprimenda por lo ocurrido en la navidad anterior. Aquella vez había cometido el error de aceptar las copas de sidra que le ofrecían en las distintas casas y a eso de las once y media su borrachera ya era manifiesta.
Lo grave fue que mientras le obsequiaba un par de medias a una viejita que festejaba en soledad, se quedó dormido en el sillón que la anciana le había ofrecido para que brindase con ella. Despertó pasadas las doce, llegando tarde a la entrega de regalos de los hijos de un poderoso diputado. El hombre estaba totalmente enfurecido y prometió accionar sus contactos para que le quitasen la matricula de Papá Noel. Sin embargo, una carta de disculpa para el diputado firmada por el secretario general del sindicato que era amigo suyo había servido para evitar la desafiliación. Seguramente tamaña falta de diligencia explicaba que le haya tocado la zona céntrica y no la de los verdes boulevares en las afueras de la ciudad como años anteriores.
En la navidad en la que Papá Noel se hartó hacía un calor de muerte.
Comenzó a irritarse a mitad de camino. No sólo transpiraba sin cesar sino que la humedad llevaba a que sus rodillas artrósicas comenzaran a quejarse.
A las once, la incomodidad había crecido ya que le picaba la cara y eso le molestaba de sobremanera. Podía sentir como sus cachetes se cubrían de filosas ronchas que seguramente respondían a algún tipo de reacción alérgica causada por la barba postiza. Se arrepintió de no haberse colocado la crema sugerida en el manual de instrucciones que se le entrega a los Papas Noeles en las asambleas anuales a inicio de cada diciembre( no es más que un decálogo detallado con instrucciones precisas sobre como oficiar de Papa Noel y qué cuidados tener).
Cerca de las doce menos cuarto le quedaban tan sólo dos edificios pero estaba al borde de sus fuerzas. Con la poca fuerza que le quedaba consiguió subir al último departamento del anteúltimo edificio. Era uno viejo, bastante venido a menos y resultaba sumamente peligroso anudarse a la reja del balcón para lograr saltarla.
Cuando por fin consiguió entrar, fue recibido por el llanto de una legión de niños que no superaban los cinco años. Dedujo que parte del ejercito había estado llorando toda la noche, esto se infería por sus ojeras coloradas de tantas lágrimas; el resto en cambio, parecía haberse visto estimulado a imitar dicho comportamiento, quizás asustados por la intempestiva aparición de Papá Noel. Los padres trataban de calmarlos explicándoles que ese no era un monstruo, sino el amable hombre que repartía los regalos. Detrás de ellos un grupo de jóvenes que seguramente eran hijos y sobrinos tomaban alcohol sin el menor interés en Papa Noel y los niños.
El ambiente estaba espeso, transpirado y oloroso, el llanto de los niños no tardó en transformarse en aullido y los padres adquirieron la forma de un abominable monstruo bicéfalo.
El calor lo apresaba cada vez más y con un hilo de voz pidió a los de la mesa que le alcancen un vaso de agua. Sin embargo, ninguno de ellos parecía percatarse ni de su pedido ni de su presencia.
Papa Noel se sintió de repente al borde la asfixia. Era menester quitarse ese traje de inmediato si no quería morir ahogado. Empezó a sacárselo pero no tenía fuerzas, la cabeza le temblaba y los músculos no le respondían. A esa altura los niños seguían aullando pero el monstruo bicéfalo los había tomado con sus garras y golpeaba sus espaldas con un mosquitero color celeste.
Lentamente el aullido de los niños se hizo imperceptible y fue mutando en un sonido agudo intermitente que decantaba en un suave villancico. La melodía le hizo reaccionar. Se dirigió hacia la mesa, empujó a uno de los comensales y agarró un cuchillo que descansaba sobre el pan dulce. Acto seguido, lo empuñó con firmeza y se hizo un tajo en el traje para luego arrancarlo con dos hábiles manotazos.
Ahora sí, fresco y lúcido, miró con firmeza al monstruo bicéfalo que salía de uno de los cuartos tras encerrar a los niños allí. Decidió en una fracción de segundo: hizo una leve marcha atrás para tomar impulso y con fuerza bestial clavó el cuchillo en el vientre del monstruo que lanzó un lacónico alarido antes de caer en el piso alfombrado.
Había dado un golpe certero, una cuchillada de muerte. La noche buena concluía. Por fin Papá Noel había hecho su trabajo

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